Al emperador le fastidió el mole

Mésandose la barba, me recibe en el paraíso de los reyes, que es paraíso de entrada vigilada y salones individuales.
– Yo siempre odie el mole, pero mis consejeros me pedían que lo comiera para granjearme el afecto de la multitud.
Me vestían con un traje mexicano inventado en Vienna y salía a pasear con Carlota. Entonces una viejita, que habían preparado, muy limpia, muy aseada, salía al paso del carruaje me daba un trozo de tortilla con mole. Yo lo comía y luego disimuladamente me tragaba un buche de vino de Tokay. El mole me amargó mi tiempo de emperador.

Después don Maximiliano me cuenta que los mejores postres son los vieneses, y que siempre llevan algo de crema. La crema, me asegura, suaviza el paladar y entra por la garganta como Pedro por su casa.

¿Fue el mole lo peor de su estancia en México?
– No, lo peor fue mi esposa. Yo tenía que dormir solo en un catre para que no me molestara en la noche, reclamándome mi comportamiento durante el día.
¿cuando notó usted, majestad, que su esposa estaba loca?
– Cuando me casé.

El mole me amargó mi tiempo de emperador.

Todos los cocineros del mundo, don Maximiliano, consideran a su cocinero como un héroe del fogón. Se cuenta cómo estuvo a su lado durante la terrible hora del fusilamiento.
– Fue un súbdito honesto. Pero no sabía cocer langosta.

Y narra como en palacio la langosta estaba siempre medio cruda o muy pasada. A los cocineros vieneses, afirma, la langosta no le iba bien.
Emperador, ¿cuáles eran sus mejores cenas?
– Cuando me quedaba solo sobre mi cama de campaña y me comía un par de cosquillas de huevo, con leche. Yo en el fondo fui un liberal. Los reaccionarios fueron los mexicanos. Me rodeaban gentes muy derechas. Me hubiera ido mejor si me asocio con Don Benito.
¿Le molesto a usted el picor del chile?
– De ningún modo. De niño tuve un cocinero húngaro que guisaba los pescados con paprika. A todo el ponía parida. Fue quién me enseño a comer carne al estilo Transilvania. Es una carne con mucho ajo, por miedo a los vampiros.
El emperador sigue amasándose la larga y florida barba y sonríe para si mismo ante estos recuerdos. ¿Tiene usted algún arrepentimiento de su estancia en México?
– No, durante un tiempo me remordió que mis soldados comieran gato asado, pero luego me dijeron que sabe a conejo. Durante el cerco, en los últimos días, comí carne de mulo y no estaba mal.
¿Sabía guisar doña Carlota?
– No.

Y me confiesa que a doña Carlota le gustaba el chocolate hasta que un día, en el Vaticano, sospechó que la querían envenenar con una tacita de chocolate a la española.

Don Maximiliano se recuperó pronto de su muerte, en el Cerro de las Campanas, y subió al paraíso como un hombre que siempre engañaron los cortesanos.
– Ese fue mi error, dejarme engañar. Yo en el fondo era un neoliberal.
Y vuelve a su bella barba, sin la cual Maximiliano no es gran cosa.

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Paco Ignacio Taibo I
In Memoriam
Este artículo fue publicado originalmente en 1994, no. 43, Maria Orsini.

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