ENTREVISTAS IMAGINARIAS: SÉPTIMA ENTREVISTA

por Norma Alasia

– “Estamos hechos de la materia que están hechos nuestros sueños”, William Shakespeare; dijo el periodista.
– Esta frase me acompañó a lo largo de mi carrera, es más, me animo a decir que a lo largo de mi vida. Mis padres eran actores y cuando estaban en casa, mi padre siempre nos leía fragmentos de las obras que estaban representando; mi hermana y yo tuvimos la fortuna de que ellos eligieran representar a los clásicos y como es obvio, Shakespeare encabezaba la lista.
– Y como hija de actores, ¿no pensó en dedicarse a la actuación?
– Por fortuna fue mi hermana quien siguió esa carrera; yo siempre tuve inclinación hacia las letras y hubiera sido frustrante para mí dedicarme a otra cosa. Durante un período de mi vida escribí obras de teatro inspiradas en mi familia y mi hermana las protagonizó.
– Las recuerdo, fueron un éxito total.
–  Así es, jamás me lamento por mi pasado, ni de mi familia. La gente suele lamentarse por su vida: algunos dicen haber tenido una triste infancia, otros sufrieron en la adolescencia la pérdida de algún ser querido y ni hablar de la edad adulta. Están quienes recuerdan a algún amor no correspondido o algún embarazo no deseado, en fin, cada cual tiene lo suyo pero pareciera que a ninguno le pasaron cosas buenas. Yo no sé. La vida está teñida de todos los colores del arco iris y de algunos colores que nuestro cerebro no llega a imaginar, colores que se sienten y ésos sólo los puede ver el corazón. ¿Usted sabe que hay quienes afirman sentir colores? Hace poco leí un artículo al respecto en una revista científica. Es inútil quejarse; yo soy de la idea de que hay que aceptar lo que se nos da y hacer con ello, lo mejor que podamos. Es más, me imagino que mi vida está servida en bandeja de plata.
– ¿Servida por quién?
– Me da lo mismo quién me la sirva, póngale el nombre que a Usted más le guste. Lo importante es lo que cada uno hace con ella; yo procuro honrarla día tras día. Y le aseguro que tuve y tengo días que más de cuatro preferirían olvidar, o mejor aún, irían corriendo a un psicoanalista para hablar indefinidamente de “aquello que me dijeron” o “de la pesadilla que tuve”. Hay días, semanas, meses que son una pesadilla; si todos fuéramos al psicólogo por eso no bastarían los psicólogos de este Planeta para curarnos. En ese aspecto me siento como la señora que antes de ir al médico toma alguna hierba para que le cure el mal que le aqueja.
– ¿Puede darnos un ejemplo de lo que Usted hace con los males que le aquejan?
– ¿Leyó algún libro mío?
– Sí, y también vi sus obras de teatro.
– Bien, ya sabemos quién tiene que ir al psicólogo en esta sala; dijo con una sonrisa sarcástica Ofelia Sans mirando a la cámara. Respondiendo a su pregunta: todo lo que leyó es fruto de alguna experiencia que viví. ¿Se acuerda del perrito Tomy, la mascota de William Jr.?
Imposible olvidar a Tomy.
– ¿Y qué era lo que caracterizaba a Tomy? ¿Acaso su presencia no llenaba de luz, de alegría, de esplendor cada escena donde estaba? Tuve que hacer un esfuerzo mayúsculo para que fuera así; mi Tomy me acompañó durante mis estudios y lo llevé de vacaciones conmigo los catorce años que pasé con él. Cuando murió mi dolor fue tan grande que lo único que pude hacer fue escribir esa serie de libros que Usted y tanta otra gente leyó. El día que mi Tomy murió la bandeja de plata lucía opaca y decidí sacarle brillo con mis historias y con mis lágrimas. Todavía lo sigo extrañando, nunca más tuve una mascota; en lugar suyo tengo una colección de libros hecha en su memoria. Así es como tomo la vida.

– ¿Qué te pareció Ofelia Sans? Te vi a gusto hablando con ella, preguntó Cynthia.
– Me recuerda a alguien y no sé a quién. La primera vez que pensé en esto fue cuando comencé a leer el primer libro de su serie “Amarillo”, respondió Z distendido.
– Se te ve tranquilo, casi al borde del buen humor, observó la muchacha.
– Muchas veces estoy de buen humor, el problema es que la gente no lo entiende, respondió el periodista molesto.
– Hablemos del programa de mañana, ¿te parece?; dijo la productora tratando de volver al buen humor inicial.
– ¿Y qué tiene de particular el programa de mañana?
– Que vienen dos invitados.
– Es cierto, me había olvidado.
– Últimamente siento que estás un poco distraído; ¿qué es lo que te está pasando?
– El sol me emborracha, contestó Z tratando de evadir la conversación que, inevitablemente, iba a seguir.
– Está bien, no me cuentes; sé que soy simplemente la productora de tu programa, no tu confesor.
– Podés retirar el “simplemente”; tu presencia en mi vida tiene mucho valor para mí.

Entonces llegó el taxi que Z había llamado unos minutos antes sin que nadie lo advirtiera.

– Señor Periodista, qué puntual es Usted, dijo Marie mientras abría la puerta de su residencia. Ella es Clara, mi contadora.
– Es un gusto conocerte, tomé el buen hábito de la lectura gracias a vos.
– Atentas chicas, que soy de los que enseguida “se la creen”; dijo Z con simpatía. Y ahora, a modo de aperitivo, ¿me podés contar cómo fue que te contagié mi costumbre de leer?, preguntó el periodista dirigiéndose a Clara.
– En Manhattan tu programa se trasmite después de la medianoche y yo durante algunos años sufrí de insomnio. Sinceramente, encendía la televisión por costumbre y un día vi que había dos personas hablando, eras vos con un entrevistado que no recuerdo y dejé la señal ahí para escuchar hablar a alguien. Demás está decir que estaba sola y te tengo que confesar que durante un largo período en el que mi TV estaba encencida después de la medianoche, jamás le presté atención. Recuerdo que decidí escucharte con atención el día que murió mi madre; quería dejar de llorar y de pensar cosas inútiles y tu presencia se transformó en un buen hábito para mí.
– Me alegro que así sea. Al fin y al cabo es lo que intentamos, hacer un programa de interés, queremos dejar “algo” a los telespectadores.
– ¿Qué me perdí, alguna confesión interesante?, preguntó Marie mientras traía una bandeja con algunos bocaditos. Éstos son para romper el hielo y esto otro también (a los bocaditos se le sumó una botella de champagne).
– Si comenzamos de esta manera les aseguro, chicas, que vamos a tener una velada más que divertida, dijo Z mientras intentaba descorchar el champagne.
– ¡No estaría mal, una velada divertida con un hombre entre nosotras!, dijo Marie mirando a Clara.
– No es lo que estás pensando, dijo Clara mirando a Z.
– ¿Y quién te dijo que pienso cuando como?, respondió el joven mientras acercaba un bocadito de caviar a su boca.
– ¡Va a ser una noche realmente divertida!, confirmó Marie.

Fue entonces cuando Z aprendió a bailar y supo que quizás podía hacer feliz a su chica, le gustaba llamarla así en el mundo de su imaginación, mientras que ésta se lo permitiera y no vinieran los temores y el pesimismo a apoderarse de ella. Lo consolaba pensar que si existía una jaula para encerrar sus sueños también existía una llave para abrirla y él, sólo él podía hacer uso de la misma. Sólo él la poseía, aunque no supiera exactamente dónde la había dejado ni cuándo había sido la última vez que la había visto. Quizás en su niñez.
Esa noche llegó tarde a la casa, lo sabía porque no había sombras; entonces se sentó en el porche a esperar. Algo, en algún momento, debía ocurrir para despertarlo por completo; quizás fuera Cynthia.
Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir, vio a la muchacha de sus sueños que lo observaba con una taza de café entre sus manos; era la taza más grande que había en la casa, lo sabía porque otras veces había hecho uso de ella. El café se veía negro, aunque su sabor fuera ligeramente dulce, como a él le gustaba.
Cynthia no hizo preguntas y él tampoco habló pero esa mañana, al tomar entre sus manos la taza acarició suavemente las de ella y se detuvo unos segundos más de lo acostumbrado a observarlas. El primer rayo de sol iluminó la escena y ellos fueron felices; unos minutos después cerraron las cortinas del cuarto de Z.

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