Érase una vez un pollo, un pollico macrocefálico y chato, de ojillos pequeños y rasgados cual puñaladas en un tomate, y patitas de cachas de gimnasio que olvida que hay un mundo más abajo de la cintura, que vivía feliz sobre una tarta. Cada día vigilaba con celo su nidito cargado de huevos que nunca eclosionarían porque, aunque dulcísimos y encantadores, eran de fondant. Así que nuestro pequeño pollito, sin ser consciente de su propia naturaleza de pasta azucarada, se quedó para siempre observando, petrificado (lo que tardó en reaccionar el CMC - CarboxiMetilCelulosa, que estabiliza y endurece la pasta de azúcar-), y llenando de ternura los corazones que desde fuera lo observaban.¿Qué será lo siguiente? No lo sabemos, pero seguro que viajará directo a los michelines.