ENTREVISTAS IMAGINARIAS: SEGUNDA ENTREVISTA

por Norma Alasia

Hoy estuve pensando que mi historia del programa de radio que se trasmite desde la playa puede continuar así:

“El reencuentro de los amantes.”

— ¡Buenos días, mundo!
— ¿Quién, a las cinco de la mañana, puede estar gritando?, pensó Cynthia mientras se levantaba alterada y decía en voz alta: ¿Quién es el idiota desconsiderado que me despertó? ¡Stephen, bienvenido a esta casa!, dijo Cynthia con la educación que la caracterizaba cuando llegó a la cocina.
— ¡No lo esperaba y acá está! ¡Vino para quedarse conmigo, con nosotros!, exclamó Álvaro entusiasmado.
— Álvaro, la próxima vez que te dejes llevar por tus emociones y decidas expresarlas a los gritos a las cinco de la mañana, te juro que te saco a patadas; el tuyo va a ser un viaje sin retorno. Y ahora, caballeros, ya que estoy despierta contra mi voluntad, espero que me inviten a desayunar con ustedes.
— ¡Ni lo pienses, hacía una semana que no nos veíamos!, respondió Álvaro a los gritos arriesgando su permanencia en el lugar.
— Va a ser un gusto para mí ponerme al día con vos, dijo Stephen dirigiéndose a Cynthia con caballerosidad. ¿Cómo va todo por acá?
— Veamos… tu novio habla más de lo que quisiera, pero es competente en lo suyo y por eso lo soporto, como siempre. A Simon lo vemos muy poco fuera del horario laboral porque la playa resultó ser un lugar de máximo interés para él, más allá del mar, las gaviotas, la arena y el sol y Z, hasta ahora, hizo buena letra.
— Me gusta la vista de este lugar pero… ¿sabes qué es lo que más me gusta?, agregó Stephen.
— Que tenemos vista a un faro, dijo Álvaro mientras lo abrazaba. Te extrañé.
— También yo, le contestó Stephen con dulzura.
— Una persona tiene que saber cuándo retirarse, dijo Cynthia mientras se alejaba de la cocina en dirección al jardín con una taza de café americano en una mano y un muffin en la otra.
— ¿Alguien puede explicarme qué es lo que está pasando?, gritó Z desde su dormitorio.
— Llegó Stephen, respondió Cynthia.
— ¡Por fin alguien normal con quien poder hablar!, dijo Z. ¿Y dónde está?
— En la cocina, con Álvaro, pero te aconsejo bajar dentro de un rato, parece ser que se extrañaron.
— Puedo salir sin pasar por la cocina.
— Sí, pero hasta donde sé, la puerta de la cocina que da en dirección a la escalera está abierta.
— ¿Y qué puedo ver que no haya visto antes?, dijo Z mientras bajaba. ¡Voy a servirme un café!, gritó; ¡este mensaje va dirigido a quienes están ocupando la cocina!
Pero nadie respondió, la cocina estaba vacía.
— Hoy es nuestro día de suerte, le dijo Z a Cynthia dirigiéndose al jardín; por favor, ¿podéis venir que quiero comer una tostada y no sé por dónde empezar?
— Empezá por prepararme un café decente.
— Por lo que veo, ya tomaste uno.
— Esto no era café, era agua sucia, se lamentó la joven productora mientras ponía a calentar la tostadora.
— Estas cafeteras con cápsulas son un gran invento de nuestra época, ¿vos qué pensás? preguntó el periodista.
— Que son las cinco y veinte de la mañana y acá estamos, absurdamente despiertos; mientras ellos, en un rato van a estar dormidos.
— Primero, no contestaste mi pregunta y sabés bien cuánto odio cuando pregunto algo y no me responden; segundo, a Stephen le gusta correr por la playa al amanecer, dice que el sol lo llena de energía. Es gratificante pensar cuánto le va a molestar a su media naranja que él salga a correr dentro de un rato.
— Me gustás cuando decís ese tipo de cosas, pensó Cynthia en voz alta.
— La maldad es mi encanto escondido, respondió Z mientras le daba un exquisito café a la italiana.

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— Entonces, ¿estás listo para conversar con nuestro invitado?, preguntó Cynthia.
— Leí todos sus libros cuando era estudiante y me aprendí su biografía de memoria. Vamos a empezar un espléndido nuevo programa, agregó Z con entusiasmo. ¡Mi estimado Sr. McCormak, es un orgullo tenerlo entre nosotros!, dijo el joven con sinceridad mientras estrechaba la mano de su invitado.
— El gusto es mío y no me caracterizo por ser un adulador pero me veo en la obligación moral de decirle que el viaje hasta este paraíso terrenal fue maravilloso y la bienvenida que me dio su encantadora productora, estupenda, expresó el prolífico escritor.
— Siéntese, por favor, estamos por comenzar.
— Entonces, nosotros empezamos a hablar sin saber cuándo se enciende la cámara ni cuándo comienza el programa, dijo el escritor a modo de pregunta. Me pone nervioso saber que vamos directamente al aire.
— Por lo general grabamos el programa pero hoy tuvimos que hacer este cambio debido al horario en que Usted llegó. Puede imaginar que somos conocidos y que yo lo invité a venir a mi casa de la playa; entonces, Usted comienza a contarme su vida, o bien me dice lo que está pensando en este momento, dijo Z con voz firme pero cordial. Simon había encendido la cámara y él, lo sabía.
— Mientras venía para acá pude ver el paisaje en todo momento. Cuando viajo en avión siempre miro hacia el exterior y sólo encuentro nubes, a veces el sol me encogiese; pero hoy tuve una vista estupenda durante todo el trayecto. Primero, cuando dejamos la ciudad, pasar del cemento al verde de nuestros campos fue magnífico y unos minutos más tarde, encontrarme con el mar fue maravilloso. Cerré los ojos y sentí cerca a mi esposa. Usted es muy joven y no sabe lo que es compartir la vida con una persona por cuarenta y cinco años. Clara y yo estuvimos casados todo ese tiempo y hace unos meses, ella falleció. Fue de improviso; gozaba de excelente salud pero una tarde se sintió mal e inmediatamente llamé a la ambulancia, no hubo nada que hacer, murió pocos minutos después que ellos llegaran. Y llegaron pronto, pero no pudieron hacer nada; su corazón había dicho “basta”. Sin embargo, yo creo que fuimos afortunados; ella se fue sin sufrir y yo me consuelo pensando en eso: mi Clara no sufrió.
Z se sintió desconcertado cuando vio a Cynthia secarse las lágrimas, nunca antes la había visto llorar. Entonces buscó la mirada cómplice de Stephen, a quien consideraba una persona sensata a pesar de estar enamorado de Álvaro y por suerte para él, la mirada de Stephen le dio fuerzas para continuar.
— ¿Y sigue escribiendo desde entonces?, preguntó el periodista intentando encontrar el rumbo que debía seguir.
— Siempre escribo, siempre escribí y lo seguiré haciendo hasta el último minuto; pienso morir frente a mi vieja Remington, respondió Robert McCormak.
— Tengo entendido que su hija es quien pasa sus originales a la computadora.
— Así es. Ella estudió Letras pero en realidad transcribe mis originales porque siempre fuimos muy unidos; si bien ahora es esposa y madre sigue siendo mi secretaria. Esto me tranquiliza y me llena de orgullo.
— En cambio su hijo es cineasta.
— Sí, ¿lo vio en la última fiesta de los Oscars? Brindé por él cuando lo vi con la estatuilla en la mano dando su discurso de agradecimiento.

— Fue un discurso breve pero emocionante. ¿Y usted dejaba que sus hijos estuvieran en su estudio cuando eran chicos, mientras trabajaba? Pienso que no será fácil concentrarse con niños que juegan alrededor.
— Siempre me gustó trabajar por la mañana, desde las seis hasta el medio día; y esta rutina diaria resultó positiva cuando ellos comenzaron a ir al colegio. Entonces la casa quedaba totalmente en silencio porque mi esposa practicaba yoga y algunos días a la semana salía con un grupo de gente a sacar fotos; la fotografía era su pasión, incluso muchas de mis historias están inspiradas en algunas de sus fotos.
— Este dato es interesante, no lo sabía; interrumpió Z.
— “Todos los días se aprende algo nuevo”, decía siempre mi padre y en aquel entonces me molestaba, pero es cierto.
— ¿Fueron sus padres quienes le inculcaron el amor por los libros?
— Ellos me acompañaron siempre, mi padre trabajaba en el campo y mi madre le ayudaba en la granja; mis abuelas se encargaban de nosotros. Yo fui el segundo de cinco hijos y era el único que no se interesaba por el negocio de la familia. Acostumbraba a leer y a escribir; incluso algunas veces ilustraba mis historias. Entonces, cuando cumplí once años, mis padres se decidieron a hablar conmigo. Recuerdo que fuimos los tres solos al pueblo, mis hermanos se quedaron merendando con mis abuelas y yo estaba molesto porque tenía hambre y quería tomar la leche y comer la torta de manzanas que una de mis abuelas había preparado. Pero ellos me dijeron que íbamos a merendar al llegar al pueblo; yo estaba inquieto, me había portado bien, faltaba poco para que terminaran las clases y era el único que, en todo el año, no le había pedido ayuda a nuestros tíos para hacer los deberes. Los hermanos de mi madre siempre ayudaban a mis hermanos con las tareas de la escuela y a medida que se fueron casando, también los ayudaban sus esposas, pero yo me las arreglaba solo. Y, como le decía, cuando llegamos al pueblo y vi que nos dirijíamos al salón de té de la confitería, la única que había, me asusté y me puse a llorar. Mi madre me acarició y me abrazó, me miró fijo con sus ojos llenos de lágrimas y entonces me dijo: “Sos el único que puede salir de aquí, hacélo. Amo mi trabajo pero el campo no es para vos”.
— Si estás de acuerdo, el próximo año vas a ir a una escuela importante, agregó mi padre con voz temblorosa; asegurándome, además, que mis abuelos y mis tíos también estaban orgullosos de mí. Fue un gran alivio saber que mi familia me quería tanto como para dejarme ir.
— ¿Y los años que siguieron, en el internado, lejos de su familia, cómo resultaron?
— Difíciles, demás está decir que los extrañaba; muchas veces pensé en volver a casa. Adoraba las vacaciones, sacaba los libros de la biblioteca de la escuela y me los llevaba para leer; por aquel entonces, para mí, en casa todo era más fácil, aunque a veces me desconcertaba porque ellos vivían a otro ritmo, llevaban otra vida. Y a medida que pasaron los años fui acostumbrándome a la idea de que si quería dedicarme a escribir, aunque todavía no tenía las ideas muy claras, iba a tener que estar solo.
— Sin embargo, no fue así.
— Es cierto, me casé muy joven, tenía veintitrés años y Clara, veintiuno. Fue antes de recibirnos. Mi esposa estudiaba Historia, se dedicó a la investigación durante varios años, hasta que nació nuestro primer hijo. Entonces pensamos que era mejor que se quedara en casa y que colaborara esporádicamente con la Universidad.
— Los reconocimientos hacia Usted y hacia su trabajo comenzaron a llegar en su vida muy temprano, ¿cómo vivió esa experiencia?
— De una manera natural porque así me lo hacían sentir quienes me rodeaban: mi familia, mis amigos, mi agente. Tuve el mismo agente durante la mayor parte de mi carrera; por aquel entonces era un muchacho, como yo, un compañero de estudios que se había dado cuenta que no era dotado para las Letras; entonces, como éramos buenos amigos me ofreció su ayuda para editar mi primer libro. Inmediatamente le dije que así y todavía hoy, una vez por semana, nos reunimos para tomar un té y divagar un rato.
— Y después de toda una vida plena de logros personales y profesionales llega el Premio Nobel.
— Así es, hace cinco años.
— ¿Lo esperaba?
— No, ni siquiera había pasado por mi cabeza, aunque los rumores se hacían sentir cada vez más. Siempre pensé que el Nobel era para otros escritores, no para mí.
— ¿Por qué dice eso?
— Porque nunca me caractericé por llevar una vida social muy activa; con una familia no podés trasnochar. A mí siempre me gustó cenar en casa, tranquilo, en compañía de mi esposa y de mis chicos. Muchas veces viajé para dar conferencias pero siempre volvía a casa apenas terminaba mi trabajo.
— Creo que nuestro cameraman apagó la cámara, dijo Z.
— Entonces ya pasó todo, expresó McCormack.
— Por su expresión me animo a decir que fue rápido y sin dolor.
— ¿Cuándo vas a volver a invitarme? Cuando llegué no pensé que podía decir algo así, pero acá se está realmente bien.
— Lo invito a cenar mientras seguimos hablando, dijo Z.

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