Codornices al ajillo



No se puede pisar el camino, sin haberse convertido en el camino.



Si miro hacia un lado, cada día puedo ver la mar; ésa mar azul, inmensa, cautivadora, que me atrae y me llena; sí, realmente se me llenan mis ojos de la mar, de ése mar que es mi norte, aunque realmente esté en el sur y si mi mirada vuelve hacia atrás, mis ojos se inundan de la gran hermosura de ése mar petrificado lleno de verdor, de la grandiosidad y la majestuosidad de la Sierra que me rodea.

Sus montañas desde donde me encuentro parecen que tocan el cielo y los días grises, lluviosos, las nubes recorren sus cimas como una caricia permanente.

Hacía tiempo, muchísimo tiempo que deseaba, que necesitaba volver, subir ésa montaña, estar lo más cerca posible de ella, subir a ella, dejarme abrazar por la frondosidad de sus bosques y caminar por el sendero pedregoso contemplando ésas huellas que el tiempo no ha podido borrar: los pasos de mi padre.



El otoño aún no ha querido éste año venir a éste lugar que llamo “El Paraiso”, el cielo estaba azul, limpio y auguraba que el astro rey no sería nuestro aliado en ésta aventura.

Comenzamos a caminar hacia arriba entre huertos de naranjos y aguacates, en unos minutos llegamos a un olivar, rompía el silencio un sonido peculiar, era el sonido sordo que hacían las aceitunas al caer al suelo, al compás de los golpes de los aceituneros vareando un viejo olivo.

La mañana es apacible y no hay más sonidos de fondo que rompan el silencio. El sendero serpentea rodeado en todo momento de matorral mediterráneo y conforme vamos subiendo, dejando atrás casas y asfaltos comienzo a escuchar el gorjeo y trinos de los pájaros.

Sin darnos cuenta, a escasos metros ya nos encontramos con hermosos pinares y olvidamos que está muy cerca los caminos de asfalto; la senda nos guía por un senderillo de tierra, piedras y raíces.

Nos dejamos llevar y subimos, subimos, subimos….y me doy cuenta de que sin querer voy buscando pistas, pensando en que por ése mismo camino pasó en algún momento, muchos años atrás, otro caminante: un niño rubio, de sonrisa fácil, sólo, pastoreando su piara de cabras.

Atravesamos la sombría de un denso bosque de altos pinos carrascos y piñoneros que nos permite hacer un alto en el camino, que nos hizo disfrutar de sus sonidos, de sus silencios y tras una breve pausa nos encaminamos hacia lo más alto.

Nos rodea la vegetación, acariciándonos, arañándonos e incluso regalándonos sus vistosos colores y sus perfumes: encinas, palmitos, tomillo, romero, jara, hiedra, esparteras y cardos, jaras y zarzamoras, esparteras y enebros…..y compruebo que el otoño de mi tierra no es de color marrón



Y los siento, siento que el bosque está vivo, que sufre, que siente….mientras acaricio cada árbol, cada mata, cada flor, cada fruto...



Pasa la mañana y debemos volver, miro atrás y veo el camino que se pierde en el bosque, me quedo un rato mirando la mar y vuelvo la vista nuevamente hacia la montaña. No puedo dejar de admirarla.

Bosques, senderos, montañas…..y la mar.



Paisajes de mi tierra que me hacen soñar, sueños que enriquecen mi camino; paisajes que me hacen recordar aquellas historias que él me contaba de cuando era niño y recorría sus caminos. "Jabalcuza" me recuerda a ti (mi padre).

Uno de los platos que a él le encantaba, eran los “pajaritos” al ajillo; hoy en día no se pueden comprar, prohibidísimo; así que los he "sustituido" por unas riquísimas codornices.



Hoy, los he preparado en “Mi Cocina”, recordando los aromas, los sabores, las recetas de mis mayores.



¿Cómo los hice?

Ingredientes:

Dos codornices, una cabeza de ajos, un vaso pequeño de vino blanco (fino amontillado), dos vasos de caldo de puchero (caldo de pollo), sal, diez granos de pimienta negra, dos hojas de laurel, aceite de oliva virgen extra.

Los pasos a seguir:

Abrir las codornices por la mitad (ése paso lo pueden pedir al carnicero).

Cortar los ajos (sin pelar) algunos por la mitad, los más pequeños haciéndoles un corte por el centro.

Calentar en un cazo el caldo del puchero. Reservar.



En una sartén honda echar el aceite, una vez caliente colocar las codornices, añadir los ajos e ir dejando que se vayan dorando.



Incorporar el laurel, la pimienta negra y salar al gusto.



Una vez dorados por un lado, darles la vuelta y dejar unos minutos que se hagan por el otro lado.



Echar el vino, llevar a ebullición y dejar evaporar el alcohol un minuto,



añadiendo a continuación el caldo,



bajar el fuego y dejar cocer hasta que las codornices estén hechas y haya reducido la salsa al gusto.



Ya sólo queda disfrutarlas…



eso sí, les pido que no olviden una muy buena rebanada de pan y no se corten a la hora de "chuparse los dedos".

¡¡ Buen provecho !!



El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados. (Jean Paul Friedrich Richter, 1763-1825, escritor alemán).



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