Si en la Península Ibérica hay un animal totémico por excelencia, sin duda este es el cerdo que encontramos representado una y otra vez en las viejas tallas ibéricas y en los exvotos aparecidos en los antiguos santuarios de afamadas divinidades prerromanas. Incluso en las excavaciones de Ampurias o Rosas apareció un jamón fosilizado de más de dos mil años. Tan omnipresente fue el cerdo entre nosotros que aún hay quien afirma que los célebres Toros de Guisando no son tales, si no cuatro hermosos verracos cebones.
Cerdos en la montanera
La cría familiar del cerdo, los ritos matanceros y la elaboración de sus derivados son un resto de primigenia pureza llegado hasta nosotros posiblemente desde la prehistoria. El cerdo ibérico, tan racial como la fiesta de los toros, ocupa desde siempre un lugar preeminente en la ganadería y la alimentación de toda la península tanto que hasta hace apenas unos años, en las comarcas campesinas prácticamente no había casa en la que, independientemente del estatus y el oficio de sus moradores, no se engordaran al menos un par de cerdos todos los años. La capacidad de este animal de vivir casi con los desperdicios y sobras de la casa y poco más, le convirtió en la reserva natural de carne de todas las familias. Era frecuente también que, tras la matanza, los productos de uno de los cerdos se guardasen para consumir a lo largo del año en forma de embutidos y salazones, mientras que el resto de la matanza se vendía para sanear las precarias economías habituales de los trabajadores agrícolas. El mismo Saramago en su discurso de recogida del Nobel, recordaba como su abuelo, para aliviar su pobreza, criaba cochinos en su empobrecida comarca de Ribatejo, y cuando en los fríos meses del invierno un lechón enfermaba, el abuelo se lo llevaba a la cama donde dormía arropado junto al resto de la familia, familia ésta tan pobre que sólo un animal tan productivo como el cerdo les daba alguna oportunidad de sobrevivir, por eso tampoco, en su miseria, podían permitirse el lujo de dejar morir de frío a un lechón.
Pese a tantos méritos el cerdo es sujeto de discordia en el ámbito religioso y, si los chinos lo consideran como uno de los más nobles seres asignándole el cierre del ciclo animal en su horóscopo, la Biblia es terminante: “Serán para vosotros abominación, no comeréis sus carnes y tendréis como abominación sus cadáveres (Lev. 11:24)… Quien tocare uno… será inmundo (Lev. 11:24)”, explayándose además en una serie de lindezas y razones contra el cerdo, frente al pragmatismo del Corán, mucho más escueto a la hora de prohibir: “Solamente estas cosas te ha prohibido el Señor, la carroña, la sangre y la carne de cerdo (Corán 2,168)”. Este hecho diferencial entre ambas orillas del Mediterráneo ha dado lugar entre nosotros, durante tantos años islamizados, que no invadidos, a una exaltación del cerdo y sus derivados muy por encima de sus evidentes cualidades prácticas y gastronómicas,
así el más que popular cocido al que muchos le atribuyen orígenes hebraicos, con la mera adición de unos tocinos y embutidos, queda ipso facto convertido en cristiano viejo cuya indiscutible hidalguía le hace digno de ser admitido a las más impolutas mesas cardenalicias, deviniendo así el simple puchero por obra del puerco, en toda una solemne profesión de fe. Sin duda cuando Maimónides, se preguntaba en el siglo XII, aunque se lo preguntaba en su exilio de El Cairo, sobre los motivos que habían llevado a Yahvé a prohibir el cerdo, seguramente pensaba en los cristianos de su Córdoba natal a los que habría visto más de una vez comerlo con singular delectación, sabiendo por su profesión de médico que éstos no enfermaban más que los más ortodoxos observantes de la ley rabínica.
Y aunque Maimónides concluía que el cerdo era nocivo porque “contiene más humedad de la necesaria y demasiada materia superflua”, lo cierto es que en la corte del califato los españoles islámicos trasegaban el cerdo acompañado de buenos vinos de Córdoba, Cádiz o Málaga que conocieron grandes años de esplendor bajo la islamización y aunque los poetas andalusíes no celebraron al gorrino con tan festivas odas como si hicieran con los generosos caldos de la tierra, no por ello hacían ascos a jamones, lomos o manitas de cerdo. Solamente los judíos, siempre radicales, fueron observantes estrictos de la ley, lo que les valió ser apodados marranos, del árabe al-mahrán: lo prohibido.
Pero si del cerdo se aprovechan hasta sus andares, del cerdo ibérico no cabe duda de que su producto estrella es el jamón, manjar mitológico que ha poblado de fantasías el intelecto colectivo del país.
Secadero de jamones
En realidad el jamón ibérico es un ente mitológico de dudosa existencia para los mortales del común, porque son pocos estos dichos mortales a quienes se les haya aparecido en carne y tocino. Ese ser quimérico tiene a sus espaldas un largo historial delictivo como arma del delito indispensable en todo tipo de sobornos, cohechos, pagos en especie de dudosa legalidad y recomendaciones de todo tipo, que sabido es que para que una recomendación prospere nada mejor que acompañarla de un par de buenos jamones ibéricos de montanera. Mano de santo.
En los grises y tristes años de nuestra larguísima posguerra, tan colmados de penurias y carencias, el jamón, desde luego, brillaba por su ausencia y se hablaba de él casi bajando la voz, en susurros casi, -¿Sabes? Dicen que a Fulanito le han regalado un jamón de pata negra- Con lo que Fulanito inmediatamente pasaba a ser sospechoso de algún turbio manejo. El jamón también aparecía en momentos más críticos como enfermedades muy graves que requerían de un poderoso reconstituyente para el enfermo y entonces se hacía un poder y se compraban unas lonchas de jamón; que siempre se dijo que el jamón hace estómago. Otras veces la situación era más delicada y si al preguntar por el enfermo respondían que ‘ya sólo le están dando sopas y jamón’ se podía prever que el desenlace estaba cerca y que, aparte de las propiedades medicinales siempre atribuidas al jamón, tal vez se pretendía que el doliente se fuese al otro barrio con alguna alegría en el cuerpo.
Superadas las penurias, en los años sesenta se produjo el despegue del jamón que apareció inundando los comercios y los recién estrenados autoservicios. Por todas partes había jamones y ya era frecuente que muchos niños lo llevasen en el bocadillo a la escuela o que se ofreciese como aperitivo en bodas y banquetes. Incluso muchos mesones mostraban al público una gran pared que lucía un abigarrado mosaico de jamones y algunos bares los colgaban en apretadas hileras sobre los mostradores, eso si, con un cazoletilla clavada para que la grasa que exudan no fuese a parar sobre las cabezas de los parroquianos.
Gigantesco cerdo blanco
Y aquí fue donde el cerdo ibérico casi se extingue. Si, porque entre tanta profusión jamonera, para abastecer al mercado y, sobre todo, aumentar las ganancias, comenzaron a criarse, cada vez más, cerdos de razas alóctonas con individuos de mayor tamaño que los ibéricos. Así vimos como las cochiqueras se poblaban de sonrosados y filosóficos cerdos ingleses y de hipopotámicos cerdos blancos americanos que proporcionaban descomunales jamones de mucha carne y poca grasa, desprovistos de todo sabor y que, dada la falta de regulación de la época, se hacían pasar en sus etiquetados por ibéricos o por originarios de algunas localidades de afamados jamones como Jabugo o Guijuelo.
Hace tiempo ya que para evitar los fraudes se reguló el sector de una manera, a lo que parece efectiva, y hoy día está perfectamente claro lo que es un cerdo ibérico y que productos del cerdo pueden ostentar la denominación de ibérico. Esta legislación que ha sido modificada muy recientemente hace desaparecer, por ejemplo, el término de ‘pata negra’ porque hay variedades de cerdos, por ejemplo en algunos países del este de Europa, que también tienen el pelaje y las patas negras sin ser para nada ibéricos y que más de una vez algún ganadero desaprensivo nos ha colado aquí de rondón. Por otra parte dentro de la raza ibérica hay diferentes variedades de cerdos como el Manchado de Jabugo y el Torbiscal en Sevilla, que pueden no tener la capa negra o no tener negra la pezuña, que una pezuña que no sea negra no significa necesariamente que no pertenezca a un cerdo ibérico. En definitiva, un cerdo ibérico puro es aquel cuyos progenitores sean de raza ibérica pura, aunque se permite, según la ley, que el macho reproductor, el verraco afortunado, pueda ser de las razas Hampshire, Landrace, Duroc, Yorshire o Meishan. Parece ser que la más apropiada para cruzarse con nuestros cerdos viene a ser la Duroc. El real decreto 1083/2001 exige que la hembra sea ibérica al 100 % pero deja libertad sobre el semental por lo que para que un cerdo sea ibérico puro bastará con que lo sea sólo al 50%.
Francisco J. Aute
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