
Y es que no paramos de encontrarnos la misma situación. El mal de las tartitas molonas rellenas de espuma de afeitar es una maldición que últimamente nos persigue con una enfermiza recurrencia.
Siempre empieza de la misma manera: con una espectacular tarta en una vitrina. La forma impecable, una cuidadísima decoración, colores impactantes y llamativos. ¿El contexto? indudablemente el café. El negro líquido actúa como el segundo compuesto en un pegamento bicomponente. Este te empuja a la vitrina de los dulces como lo haría un «Werters Original» fundido a un puñado de moscas. Es difícil no sucumbir a la tentación.
Nada hacía presagiar que tras la pomposidad y elegancia de una de las cafeterías más conocidas del centro, se escondería una de estas tartas bomba. Lo que se antojaba deseo se torna en desesperación cuando la cuchara atraviesa con facilidad dos capas de bizcocho, una cobertura de chocolate blanco y un generoso relleno de sabor indeterminado. Es imposible -pensamos-, nunca hemos estado tan fuertes. Entonces la idea de una de esas tartas de espuma de afeitar se hace clara ante tus ojos y te hace gritar por tener semejante horror sobre tu mesa, defecándose en tu paladar y violando tu bolsillo.
Fino, tan tierno que casi resulta etéreo, un bizcocho que en otra situación debería ser digno de mención, se convierte en una mera excusa sobre la que sostener una generosísima capa de una "cosa" de elaboración industrial y aspecto similar a una mousse a la que suelen añadir otros ingredientes como cacao para añadir color o aromas artificiales que le impriman algo de sabor. A veces la estabilizan con ingredientes similares a las gelatinas que les proveen de un poco más de cuerpo o de otra forma se desmoronaría como un castillo de naipes ante una ventosidad. Una forma sutil de engañar a la vista y una manera descarada de arañarte el bolsillo. ¡No hija no! ¡Eso no, caca!
A veces imagino el trasiego de camiones cisterna cargado con esa mousse barata con pretensiones de nata montada (crema de leche), inyectando indiscriminadamente su contenido entre esos bizcochos que sólo sirven para que todo no se desparrame. En realidad todo el conjunto está ideado como un confinamiento para sujetar el relleno y tenemos que admitir que funciona, porque jamás hemos visto semejante montón de basura ascender piso tras piso sin derrumbarse. No nos extrañaríamos si en un futuro no muy lejano Amazon comenzara a enviar los pedidos embalados en mulliditas tartas de este tipo.
Entendemos que un postre así podría aplaudirse como un excelente final feliz... para un menú del día de 6 euros. A nosotros la porción nos costó algo más de 4 euros, y apostaría que la elaboración de cada una de esas tartas completas apenas costaría un par de euros. A veces pensamos que realmente te cobran por el sirope o el churrete de nata montada (crema de leche) con el que, si eres afortunado, te decoran el postre.
Lo peor es que cada vez nos encontramos con más postres con esta espuma para afeitar como base. Por Dios, los golosos no somos como animales de granja, no nos comemos cualquier cosa con tal de que tenga azúcar o algo de chocolate. Una tarta ha de pesar y tener consistencia. El bizcocho tiene que tener presencia, ser jugoso y ¡estar bueno ante todo! Queremos poder apuñalarla con la cuchara y notar como se abre paso a través de las diferentes capas. No tenemos necesidad ni queremos tener que usar una Ouija para comunicarnos con el pastel y descubrir qué parte del mismo se nos está derritiendo entre dos muelas, porque nos gusta masticar y no respirar la comida. Nos gusta un relleno potente, identificable y marcado, que llene la boca y la forre con sabor desde el interior. Algo que te haga desnudarte y agarrar una espumadera porque la cucharilla se te ha quedado pequeña y esto es un trabajo para tipas y tipos duros.
Y este, este es nuestro manifiesto. Grabáoslo con sangre amigos reposteros. Tenedlo en consideración en cada compra, queridos hosteleros. No somos tontos, somos legión, ¡Somos annonym...! er... mejor olvidadlo.