Así bordaba así, así.así bordaba que yo la ví. Así cosía, así, así.así cosía que yo la ví.
Aún guardo con cariño, como un verdadero tesoro, los finos papeles vegetales que usaba para calcar sus dibujos sobre la blanca tela en la que bordaba con esmero. Las líneas azulonas que trazaba al pasar el lápiz una y otra vez han ido rompiéndose con el paso de los años.
Mi madre bordaba flores en las sábanas inmaculadas de su cama; siempre blancas, unidas unas a otras por tallos repletos de hojas alineadas a la vainica que servía para unir y realzar el doblado de la tela. Las guardo primorosamente, con cuidado de no perderlas ya que el paso de 70 años pueden hacer mella. Intento seguir sus pasos y colocar jabón para perfumarlas, tal y como ella hacía, colocarlas entre jabones de los perfumes que tanto le gustaban “Maja”, Lux o Heno de Pravia.
En una cajita de madera, recortado con sumo cuidado todo el bordado que realizó en aquel vestido y la chaqueta que estrené a mis quince años, miro cada puntada, cada flor, cada detalle y pienso que cada una de aquellas puntadas que ella daba en la tela era un acto de amor. En ésos primorosos trabajos se reflejan dos vidas, la de aquella mujer de sonrisa eterna, de dulce mirada y enormes ojos negros, la de ella, mi madre y la mía, mi vida.
Ella hizo su ajuar completo, uniendo las letras del nombre de mi padre junto con el suyo entre flores y guirnaldas, con el primor que la caracterizaba, bordando a mano a la par que cosía sentada en las sillas de enea de casa de mi abuela. Bordó también las sabanitas de mi cuna, mi ropita de bebé y con el tiempo las de mi hermano. Cada puntada era una caricia, un acto de cariño y de ternura. Su vida siempre estuve unida a los bordados, a las telas, a la costura.
Ésa primorosa mujer, de largos y oscuros cabellos, con sus trenzas o su “coco” que la adornaban, mi madre,
comenzó a coser, a hilvanar, a pegar botones y hacer ojales siendo aún demasiado pequeña; tenía que dejar incluso de ir a la escuela para ayudar a su madre, costurera, pantalonera e incluso hacía las blancas chaquetas de los camareros de su principal cliente, el mítico restaurante paleño llamado Casa Pedro.
La recuerdo con sentada, con su dedal plateado en el dedo corazón, con la cabeza inclinada, sentada junto a la máquina de coser; feliz en su tarea en convertir una tela cualquiera en una modesta obra de arte que solía mirar con deleite una vez planchada y dispuesta para el estreno.
Aún recuerdo los “figurines”, como entonces se llamaban a las revistas donde venían dibujadas prendas de ropa de niños o de adultos, de mi madre. Yo los hojeaba incansablemente para decirle cual me gustaba, que camisón o vestido era el que ella me cosería. . Pero como en un juego de magia solía mezclar unos con otros e inventar modelos nuevos que a mí me parecían más bonitos el original.
Y mi memoria me lleva una vez más a su lado, a mi niñez, intentando aprender a bordar en aquel bastidor de madera.
Me parece oir su cantarina voz diciéndome: ahora que has colocado la tela en tu bastidor, coloca encima el aro, aprieta el tornillo con cuidado. Dale la vuelta y ve tirando poco a poco de la tela para que esté tirante, que no se mueva, pero no demasiado que se puede romper. Golpea la tela con tu dedo, si rebota, ya la tienes lista para comenzar a bordar. Pero en cuanto a coser, lo único que me gustaba era quitar los hilvanes. Ni tan siquiera pegar un botón.
No quería que yo fuera costurera, como ella, como mi abuela. Pero hoy que ya no está a mi lado, miro sus bordados, sus puntadas en algunas de las prendas que aún guardo como ropita para mi hijo e incluso en aquel traje amarillo, uno de los últimos que me hizo basándose en un modelo del escaparate de un gran Almacén, que guardo en el altillo de uno de mis roperos.
Y noto su amor, sus palabras, sus besos, su ternura. Y me digo, que yo al igual que ella, en cada letra que escribo, en cada frase hilvanada en éste blog, dejo en la blancura del fondo de cada texto, en la negrura de las letras recuerdos, añoranzas, vivencias y sueños de esperanza, recetas de cocina, porque cocinar también es dar amor, palabras que son besos de mar y espuma que alguien leerá cuando no esté yo aquí para decirlas.
Hoy, una vez más recordándola, con una de las recetas malagueñas que ella bordaba, una receta marenga, paleña, de la gente de la mar JIBIAS AL LIMÓN.
¿CÓMO LAS HICE?
INGREDIENTES PARA DOS PERSONAS:
Cuatro jibias medianas (enteras, tal y como salen de la mar) frescas, (compradas en el malagueño Mercado de Huelin), dos dientes de ajo laminados, una ramita de perejil fresco, un limón, sal y aceite de oliva virgen extra
(Las llamadas "palmeras" por tener aproximadamente el tamaño de la mano de un adulto)
LOS PASOS A SEGUIR:
En una sartén pequeña con aceite de oliva virgen extra, freir las láminas de ajo, de forma que cojan un color dorado, con cuidado de que no se lleguen a quemar. Sacar y reservar.
En una sartén amplia echar el aceite de haber frito los ajos, añadir un poco más de aceite de oliva virgen extra de forma que cubra la superficie.
Poner a fuego fuerte y una vez que comience a humear colocar las jibias de forma que la parte del jibión quede hacia arriba, salar al gusto, y dejarlas hacer a fuego fuerte unos diez minutos aproximadamente. Hasta comprobar que están doradas.
Darles la vuelta, de forma que se vea la parte donde se encuentra el jibión, En ése tiempo se habrá ido abriendo y se verá el jibión (El jibión es una estructura interna dura, quebradiza y ligera que tienen las jibias en su interior; la parte ósea del animal).Retirar el jibión con unas pinzas
y darles nuevamente la vuelta a la jibia.
Dejarlas cocinar otros diez minutos a fuego fuerte. Hasta comprobar que están dorada y pinchándolas comprobar que están tiernas.
Bajar el fuego, añadir el zumo del limón, moviendo la sartén de forma que se vaya desgrasando los jugos de las jibias que han quedado pegados a ella a fin de que se integre bien el zumo con la salsa, colocar los ajos fritos laminados, espolvorear con perejil picado y adornar con la cáscara del limón.
¡¡ Buen provecho !!