Por mágica coincidencia, sin haber ido antes visité la taquería El Greco el día que cumplió 30 años. Ahí pude enterarme que, además de sus riquísimos tacos, hay una lámpara de parpadeante foco que ha durado todos esos años alumbrando el lugar. Doña Esperanza, platica que desde que abrió este pequeño local instaló cuatro lamparitas esféricas de color amarillo, y en una de ellas ocurrió lo que dice ser un milagro, pues aunque usted no lo crea uno sigue funcionando tras de dos décadas; incluso fue coronado con una especie de altar que consiste en tres rosas rojas atadas a la lámpara que lo contiene.
Todo el mundo estaba comiendo en reducidas mesitas que llevan por mantel el más clásico y floreado vinil, cubierto por si acaso con un plástico grueso y transparente. Frente a nosotros, para abrir el apetito, había un portasalsas triple para el guacamole y la salsa de chipotle mezclado con otras especies que nadie conocerá jamás, porque tiene el sabor de la casa (antes la ponían en un envase tipo azucarera con regadera para bañar bien el taco), y claro, servilleteros de lámina garigoleada en el más puro estilo rococó, además de botiquín, extinguidor y reloj en el rincón menos visible, cumpliendo un ritual de reglamento burocrático. A nuestras espaldas el fogón despedía en todo momento el seductor aroma de los donaky .
Tan famosísima taquería está ubicada en el corazón de la colonia Roma, esquina con Michoacán y Nuevo León, abre su menú con sabrosuras mexicanas propias de la tradición gastronómica mestiza que nos caracteriza, pues la dueña nos confiesa finalmente que los tacos son entre griegos y árabes, además de llevar su toque personal. Todo cabe en un espacio de no más de 30 metros cuadrados aproximadamente, con paredes decoradas a base de franjas de formica en verde pistache y café oscuro, casi negro, intercaladas como si fueran la camiseta de un gran equipo de fútbol, que por si fuera poco ostentan cuadros de los más diversos estilos, y sólo uno que hace referencia al gran pintor Theotokópoulos, mejor conocido como El Greco. El ventilador eléctrico no cesó de oscilar para refrescar el lugar, pese a que ese día cayó un chaparrón de pronóstico reservado.
Y como toda taquería que se precie de serlo, apenas se puede pasar y sólo tiene seis mesitas que los clientes no cesan de ocupar.
Desde, luego el eje de la taquería es una reducidísima plancha donde, como en un pasaje de la Biblia se multiplican en vez de panes miles de tacos. Saltan a la vista las infaltables ollas de peltre, los tubos de luz fosforescente, un refrigerador doméstico y ¡asómbrese!, una cafetera para preparar café de grano, en la taquería misma.
Hay ricos postres, pero ese día hubo pastel con velitas, con música de mañanitas para celebrar, del que se regaló una rebanadita a todos los clientes, algunos de los cuales llegaron con flores para doña Esperanza, una mujer amable, simpática, con don de gentes que sorprende por su dinamismo y llena de nietos que pronto serán adultos.
Un dato que habla bien de doña Esperanza es que su personal básico, o sea el taquero (José Bonifacio Rodríguez, que además es maratonista), y la cajera (Caridad Rosas), tienen más de 25 años trabajando ahí y se les ve contentos.
Al pagar nuestra cuenta nos llegó un grato regalito: una bolsita de fieltro color rosa mexicano con dulces y otras minucias.
La travesía de un taco – Ésta fue una de muchas visitas a fondas y taquerías que ya en otra ocasión les descubriremos en este espacio que rinde homenaje a lo nuestro.