INGREDIENTES (2 personas)
2 rodajas o lomos de salmón fresco
2 naranjas
Un puñado de piñones
1 cebolla o cebolleta mediana
2 patatas
Orégano y ajo molido
Sal, pimienta y aceite de oliva
Perejil (para decorar)
Duración: 20 minutos
Troceamos la cebolla en cachitos pequeños. Ponemos una sartén al fuego con dos cucharadas de aceite. Incorporamos la cebolla y la vamos pochando unos 10 minutos a fuego suave.
Cuando veamos que está ya blandita, añadimos los piñones y salteamos todo un par de minutos. Con cuidado de que los frutos secos no se quemen porque podrían amargar.
Mientras se cocinan vamos rallando la piel de la naranja (sin llegar a la parte blanca), porque luego nos servirá para decorar y dar un toque divertido de sabor y color al plato.
Exprimimos las naranjas sin desechar la pulpa. Añadimos el jugo a la sartén, removemos bien y apartamos del fuego mientras marcamos las piezas de salmón.
En otra sartén o plancha, vamos marcando el salmón. Esto nos servirá para darle otro color (distinto al de la salsa). Echamos un par de gotitas de aceite y lo freímos 1 minuto por cada lado a fuego vivo.
Volvemos a poner al fuego nuestra sartén con la salsa e incorporamos el salmón, junto con los jugos que haya soltado.
Tapamos la sartén. En mi caso, me sirvió colocar la otra sartén encima. Dejamos cocinar unos 4-5 minutos y destapamos.
Ya sólo nos queda emplatar. Colocamos el salmón en un plato y regamos con la salsa reducida por encima. Espolvoreamos la ralladura de la naranja y decoramos con perejil fresco. Como guarnición usé unas patatas cocidas (15 minutos) y salteadas en una sartén con ajo molido y orégano. ¡Que aproveche, hitchcookianos!
Película ideal para degustar este plato
THE GOLD RUSH
("La quimera del oro" de Charles Chaplin - 1925)
El salmón siempre ha sido un pescado de alto copete. Pero de una parte hasta ahora, ha ido volviéndose más humilde, su precio ha ido cayendo y su presencia en las mesas está siendo cada vez más usual. Esa nueva fachada de personaje bonachón iba destinada, sí o sí, al más tierno vagabundo que ha copado las pantallas del universo cinematográfico. El dorado de la salsa me evocaba al vil metal tan ansiado por los buscadores de fortuna, así que no había mucha duda al respecto: la comparación debía ser con la magistral y maravillosa La quimera del oro.
Tercer largometraje de Chaplin. Y tercera obra maestra, las primeras de muchas (Luces de la ciudad, Tiempos modernos, Candilejas, El gran dictador...) Chaplin ya había demostrado al mundo de lo que era capaz su alter-ego Charlot. Tras infinidad de cortos, le sacó a relucir en el largometraje con la agridulce El chico. Pero tal vez sea en La quimera del oro, donde mejor exponga por primera vez los valores morales de su inmortal personaje. La odisea vital de este solitario buscador de oro, sirve al cineasta británico para hacer un alegato de cómo la soledad, el hambre y el frío, puede ser superada con solidaridad, humanidad y amor. Charlot quiere hacer fortuna, pero en su camino se topa con la mujer deseada (y no conseguida, como casi siempre) y todo lo demás carece de importancia.
Por supuesto que entre toda la psicología humanista que emana de La quimera del oro, también sobresale la comedia pura, la pantomima muda, la carcajada. En esta película coexisten gags que pasarán a la historia del cine: el baile de los panecillos, la cabaña inclinada sobre el precipicio, la cena de los zapatos, la batalla de la escopeta... Todos ellos forman parte de un humor hilarante pero también dramático. Pues ese era el sello Chaplin: nuestra risa siempre alberga ternura, compasión y desdicha por las penalidades de su personaje. Charlot era la bondad personificada, el hombre que sacrifica lo poco que tiene por hacer el bien a su alrededor. Un estandarte de grandes valores colectivos en un mundo de egoísmos.
Nuestra receta queda perfectamente representada en la figura del salmón como nuestro héroe cotidiano. Un personaje nítido, puro, que se nos muestra tal cuál es sin apenas cocinarlo. Pues Charlot, como el pescado que nos ocupa, no puede perder su color natural, ni su esencia, lo que le hace único. Debe permanecer prácticamente intacto al devenir de la cocción o del argumento, y si acaso, hacerse más tierno con el devenir de los acontecimientos que él mismo protagoniza.
En esta ocasión, la nobleza del pescado chapliniano, tiene su eco en La quimera del oro gracias al río lleno de pepitas (los piñones y la naranja). La fiebre de fortuna se representa por cómo baña parcialmente al personaje (sólo la mitad), dejando la otra mitad desnuda. Pues así era el dilema de Charlot: riqueza o amor.
El personaje o el pescado se ve además solitario en las montañas nevadas de Alaska, que en nuestra receta se materializan en el inmenso blanco del plato. Así pues nos encontramos ante un plato de una pureza extraordinaria. Una película sencilla, majestuosa, emocionante, cómica... El talento de Chaplin estaba en plena expansión y no es de extrañar que el mismo autor siempre quisiese ser recordado por esta obra maestra. Tal vez, sin quererlo, había dado con su quimera del oro...