Los rayos de la luna llena entran por las ranuras de la persiana, alumbrando suavemente la biblioteca; irradian una tenue luz anacarada sobre los brillantes lomos de los libros que duermen un sueño profundo en las estanterías de madera. Pero esto no dura mucho, los primeros rayos de sol comienzan a filtrarse e inundan la habitación iluminando todo a su paso de color oro, pareciendo que todo se despierta a mi alrededor.
Intento no abrir los ojos, aún entrecerrados miro a mi alrededor, todo está en silencio, todo reposaba aún y sólo escucho el alboroto gorjear de los gorriones, unos saludando el nuevo día, otros, los “gurripatos” pidiendo comida a sus padres que aún revolotean buscando comida para sus polluelos, avisando, anunciando que por fin ha llegado la primavera.
La algarabía de los gorriones me hace recordar que ése fuerte, a veces cansino, piar viene de mi patio. Me levando deprisa, me pongo mi bata y bajo las escaleras de dos en dos; en mi cocina, la papilla con una galleta y agua la preparo en un santiamén, salgo al pequeño patio, meto la mano con cuidado en la caja de zapatos convertida en un cómodo y caliente nido; consigo cogerle, acunarlo mientras lleno la jeringa con ése primer alimento de la mañana para mi pequeño gorrión.
Le dejo en el suelo, aletea, se despereza y comienza a piar llamando a sus padres. Mi patio ya no es mío, los gorriones se han apoderado de él, hasta que oscurece que vuelvo a poner mi gorrión en su "nuevo nido" cierro la tapa, vuelvo a barrer y a regar y fregar el suelo.
Durante el transcurso del día, sobre los ladrillos coloco trozos de pan,, pequeñas semillas para pájaros, galletas desmenuzadas y dejo al alcance los brotes de chicharos, de tomillo limonero, albahaca e incluso la frondosa hierbabuena que picotean con avidez. Allí, revolotea feliz cuando acude su madre a alimentarlo con pequeños insectos, picoteando con ella las migas o escondiéndose cuando entramos en ése pequeño lugar del que ya se ha apropiado, al igual que de nuestros corazones.
Ése gorrión es como eran los gorriones para la antigua Grecia, mi “tótem de la alegría”, me siento como la diosa Afrodita a quienes los antiguos griegos otorgaron a éstos pequeños y maravillosos pájaros ser su mascota (Gorriones del Carro de Afrodita en un pomea de Safo, Poetisa Griega del Siglo VI A.C.)
Pero no solamente fueron los griegos quienes alababan a éstas pequeñas aves, los Celtas lo consideraban el mensajero de los dioses. Los gorriones eran sagradas para ellos, estaban convencidos de que tenerlos cerca, en libertad, les proporcionaba la bendición y el amparo de los Dioses y su presencia era augurio de prosperidad y suerte.
En una época no tan lejana, símbolo de los espíritus del hogar, acogedor y hospitalario; su presencia en nuestro entorno más próximo ha sido una constante a lo largo de la historia.
Allí donde estaba el ser humano, con sus granjas, sus graneros, sus huertos, sus parques o sus plazas, estaban en ellos.
Mientras escribo ésta entrada en “Mi Cocina” pienso que mi pequeño gurripato estará piando llamando y reclamando comida como si no hubiera un mañana, saltando queriendo seguir el vuelo de sus padres y acurrucado en un rincón, asustado, hasta que llegue la noche y lo acurruque en su nido de cartón. Libre en el patio y así seguirá siendo hasta que él quiera, hasta que pueda volar.
Me asomo, le miro, voy y vengo, le escucho piar, hace Sol y mi cocina se inunda de color y calor, mientras preparo la comida. Hoy pasta, un plato colorido, como la primavera, lleno de sabor y aromas de Italia. Una receta deliciosa, riquísima, que cada vez que la prepare ya por siempre me acordaré de éste pequeño gorrión sin nombre (Ígual, le llamo "pappare").
Lo he preparado con Pappardelle (también al singular: pappardella) es una especie de fettuccine anchas. El nombre deriva del verbo “pappare” que en italiano se traduce como: engullir.
Acompañados con una de las salsas más significativas de Italia, concretamente AllAmatriciana o alla matriciana, es una de tantas variantes de las salsas con base de tomate, en este caso originaria de Amatrice, simbólo de la historia gastronómica de ésta ciudad que se encuentra en la provincia de Rieti (en la región del Lacio). Aunque he podido leer que la salsa amatriciana parece ser que tuvo su origen en Abruzzo.
En la antigüedad éste plato se denominaba “Gricio”, nombre que con que los antiguos romanos llamaban a los vendedores de comida y pan. Éstos llegaron a Suiza, estableciéndose a su vez dando lugar al que se denomina “Cantón de los Grisones”.
La salsa se difundió a nivel nacional en Italia en el 1800, cuando por la crisis del pastoreo muchos amatricianos emigraron a Roma y consiguieron trabajo en restaurantes de la ciudad. La receta de la amatriciana no puede datar de antes del siglo XVIII, que es cuando el tomate se hizo salsa y se encontró con la pasta.
La Amatriciana se elabora con tres ingredientes principales y básicos, tomate, panceta (guancile) y queso, luego hay muchas variantes para aportar distintos matices a la elaboración, los típicos de las salsas, como la incorporación de cebolla, ajo, pimienta, guindilla, etc. Entre otros detalles, se considera importante la grasa que se utiliza para elaborar la salsa, y hay dos opciones, la que proporciona el tocino o el aceite de oliva. Yo he usado aceite de oliva virgen extra, como siempre: malagueño.
¿Cómo la hice?
Ingrediente para dos personas:
200 grms. de pasta pappardelle (o cualquier otra pasta que prefieran), 60 grms. de panceta fresca (he usado bacon ya cortado en tiras), un trozo de cebolla blanca dulce, 1 diente de ajo, 1 tomate grande maduro, jengibre, sal y aceite de oliva virgen extra. (Agua para cocer la pasta).
Se le suele echar un “toque” de guindilla que personalmente he omitido. Para acompañar y darle un poco de alegría al plato, le he aportado unas hojas de albahaca.
La receta original se prepara con queso pecorino romano (queso de oveja), he rallado queso de oveja semi curado.
Los pasos a seguir:
Picar en dados pequeños el bacon o panceta.
Filetear la cebolla lo más fina posible y el ajo.
Pelar el tomate y picarlo en trozos pequeños. Rallar el jengibre.
En una sartén echar los trozos de bacon y saltearlos a fuego lento durante un minuto.
Añadir la cebolla y el ajo, remover bien y dejarlo hacer un minuto más.
Agregar el tomate
y el jengibre, sazonar al gusto y dejarlo pochar hasta que la salsa esté hecha.
Añadir unas hojas de albahaca troceadas. Reservar caliente.
Mientras, poner agua en una cacerola, salar al gusto y llevar a ebullición a fuego vivo, incorporando la pasta,
dejándola cocer siguiendo las instrucciones del fabricante (personalmente me gusta “al dente”, por lo que procuro sobremanera que no se pase).
Una vez cocida la pasta escurrir bien y colocarla enseguida en el plato.
Incorporar la salsa bien caliente, espolvorear generosamente con queso y
servir de inmediato. Mezclando bien todos los ingredientes, ya sólo queda disfrutar de Italia, en "Mi cocina", en vuestras cocinas...
¡¡ Buen provecho !!