Naturalmente pronto me vi obligado a adentrarme por los vericuetos de ollas y sartenes con más quebrantos que éxitos. Cierto que los congelados y precocinados, las sopas de sobre y algunos otros ‘salvavidas’ como las conservas me iban sacando del paso. Freír un huevo, o cocer un puñado de arroz blanco con unos ajos y laurel si sabía hacerlo igual que cocer pasta y echarle por encima uno de esos botes de salsa ya preparada, pero me picaba la curiosidad (por no decir que me apretaba la necesidad) y me decidí a experimentar.
La olla y el recetario
Una amiga me había regalado con segundas un amplísimo recetario; con cupones de Pastas Gallo me hice con el Libro de la Pasta, muy resultón él, y con la olla Magefesa que heredé de mi Tata a su muerte venía un recetario breve pero muy completito y magníficamente bien explicado y que aún hoy considero como uno de los mejores pilares de mi amplia biblioteca de cocina.
Con estos mimbres comencé a hacer algunas cositas con más tropiezos que fortuna pero que me sirvieron para familiarizarme con ollas, sartenes, coladores y otros archiperres de cocina y como pollo en el nido de un pájaro intenté ya algún brevísimo revoloteo por cuenta propia para poder volar con mayor soltura y menos porrazos. Comencé por hacer algunas variaciones en las proporciones o los ingredientes de los platos descritos en el recetario de la olla exprés que era el más asimilable. Conseguí así hacer un día unas lentejas con mostaza de Dijon con muy buena factura que en un segundo intento variando algunas cosillas ganaron mucho con lo que quedé más que encantado de haberme conocido, al menos como factótum de las lentejas.
Y llegó un día en que en una oferta
Parrillada de salchichas
me hice por cuatro cuartos con unas cuantas bolsas de salchichas tipo Frankfurt. A simple vista no aparentaban tener misterio, pensé yo, suponiendo que dándoles vuelta y vuelta a la plancha quedarían algo socarraditas y con sus preceptivos ketchup y mostaza quedarían buenamente comestibles como así sucedió. Pero luego una amiga me habló de que las salchichas (se refería, claro, a las salchichas de verdad) se pasaban un poco por la sartén y se cocían en vino y con eso era suficiente.
Dicho y hecho. Resultado: las frankfurt se abrieron, agrietaron y desparramaron sus interiores por la sartén. Fue entonces cuando decidí tirarme al río y hacer una ‘producción’ propia. Entonces aún nadie deconstruía cosas ni en mi pueblo había nitrógeno líquido, cápsulas de carbónico ni maravillas semejantes. Eso si, yo siempre he sido amante de las especias y cuando instalé mi primera y precaria cocina hice un buen acopio de todas las que encontré en distintos establecimientos de la capital. Y aunque Córdoba no ha destacado nunca por las delicatessen ni los exotismos si que conseguí reunir un mediano repertorio de especias que prometían brillantes toques clásicos, aromas de los mares del sur y fantasías de la India o Ceilán. Incluso cosas tales como la cúrcuma o la mostaza en polvo que jamás he llegado a usar.
Armado con este arsenal decidí dar un giro a las poco sabrosas salchichas frankfurt. Como primera medida hice un
Especias de todo tipo
sofrito con ajos y cebolla, troceé las salchichas en secciones de unos dos o tres centímetros, las añadí al sofrito dándoles unas vueltas y luego, para conjurar su natural sosería le añadí más o menos de todo lo que tenía en especias: clavos de olor, pimienta blanca y negra, tomillo, romero, orégano, hierbas provenzales, bayas de enebro… por echarle quiero recordar que hasta le añadí una pastilla de caldo para darles un punto algo más sabroso. Las regué con abundante vino blanco y lo dejé espesar. El resultado fue un mejunje incomestible que, creo yo que por efecto del tomillo, sabía más a medicina que a otra cosa. Destino final: la basura.
En un arranque de vergüenza torera unos días después repetí el experimento, variando en lo posible las especias y sustituyendo el vino de Montilla que había usado antes por un vino blanco de mesa. Nuevo fracaso y otra vez fue la basura quien devoró mi entrega culinaria. Nueva prueba y esta vez conseguí un magnífico guisote que mi amigo Paco (invitado a manera de cobaya) alabó sin remilgos y hasta rebañamos con pan la salsa que quedó en la sartén. Pero como mi memoria para estas cosas es traicionera la siguiente vez no acerté con los ingredientes adecuados y hubo nuevo fracaso y luego otros fracasos más, entreverados con algún acierto más o menos campanudo.
Versión actualizada del naufragio
Como hasta ese momento en definitiva mi experiencia con las frankfurts había acabado en desastres, en verdaderos naufragios vaya, a la pócima la titulé como ‘Salchichas a lo Titánic’ por aquello del naufragio y las muchas víctimas (las salchichas eran las víctimas en este caso, que morirse no se me murió nadie).
Finalmente y tras varios naufragios y aciertos, he llegado componer un fórmula que resiste bien y, sin ser ninguna maravilla en algunos momentos me saca de un apuro o unas prisas. La receta no tiene misterio y además se hace sola sin tener que trabajar mucho: comienzo friendo unas láminas de ajo en aceite un tanto abundante, cuando comienzan a tomar color añado una buena cantidad de cebolla picada en medias lunas, unos granos de pimienta negra, un par de clavos de olor, algo de cayena o chile suave y una
Salchichas a lo Titánic
pulgarada de hierbas provenzales. Unas vueltas con la espátula para dorar la cebolla y agregar entonces un buen chorreón de vino, como medio litro, aunque yo, será por mis genes norteños, prefiero una cantidad igual de sidra asturian. Unas gotas de vinagre tampoco le vienen mal. Cuando ya cuece el vino o la sidra le añado una cucharadita de curry del que, según su calidad o procedencia le pongo más o menos. Si por la calidad de las salchichas queda soso el conjunto, lo rectifico con un poco, siempre poco, de Bobril o un chorrito de salsa de soja.
Ya sólo es cuestión de dejar que todo espese dándole alguna vuelta que otra con la paleta y así conseguiremos que unas Salchichas a lo Titánic pasen a ser unas salchichas a lo Queen Elizabeth. Bueno a lo mejor no es para tanto pero para el apaño funciona.
Francisco J. Aute
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