Todos los veranos de mi infancia y una gran mayoría de mi adolescencia, los pase en Buñuel. En casa de mis abuelos. Y se me llena la boca cuando lo digo, porque me encantaba, porque me sentía absolutamente querida y porque durante gran parte del año pensaba en que pronto llegaría el verano y volvería.
Cuando llegaban las vacaciones de verano, o mis padres me llevaban allá o alguna vez habían venido mis abuelos a buscarme. Estaba deseando llegar a mi habitación, la del balcón cuando ya fui mocita o la de mis abuelos de pequeña.
Son muchos los recuerdos que tengo. De cuando me despertaba por la mañana y mi abuelo desde su cama movía los dedos de la mano desde el meñique hasta el índice, uno a uno.
De cuando empecé a salir e ir a la discoteca "El Contraste". El que estaba en la entrada era amigo de mi abuelo y al día siguiente a la hora de la comida ya me estaba diciendo, se donde estuviste anoche... y su risa. Me lo consentía todo. Siempre he pensado que era su niña bonita, a lo mejor me equivoco, pero nadie va a convencerme de lo contrario. Yo lo adoraba.
Y mi abuela. Algunas mañanas venía a despertarme para que fuera con ella al gallinero a coger los huevos recién puestos y me los pusiera en el ojo. Jajaja, se que parece una tontería, pero daba tanto gustito!
Y las tardes haciendo conserva, sentadas en la escalera pelando melocotones y dándome los mejores huesos para que los chupeteara, y es que ya entonces tenía debilidad por los melocotones. También hacíamos tomate en conserva, y como todo lo que hacía con ella, también tenía su ritual. Lo hacíamos al final, cuando quedaba el agua de escaldarlos, con las pieles y las pepitas de los tomates. Se trataba de meter los pies... mmmm, después de estar de mala postura, sentaba de maravilla.
Durante el año iba comprando telas y lanas y cuando no hacíamos chaquetas de punto para las muñecas, hacíamos ganchillo y si no sábanas para el ajuar sentadas en la puerta de casa por la noche a la fresca.
Era la que me escribía las poesías el día de mi cumpleaños y la que me explicaba historias de cuando era joven y había servido en Barcelona. Era la que me ayudaba a hacer los deberes en verano y la que me ponía a limpiar la casa ayudándola, pero también la que me decía que me fuera a la cama sin fregar los platos de la comida después de una noche de juerga. Y si, la quería muchísimo.
Ahora ya no están. Me gustaría pensar que desde algún sitio me ven y se sienten orgullosos.
Se que los últimos años que vivió mi abuela no fui a verla todo lo que debía. Pero supongo que es lo que tiene el hacerse adulto, tener novio, marido, hijo. Pero nunca perdí el contacto con ella. Le escribía y le llamaba. Y seguía recibiendo sus poesías para mi cumpleaños. Guardo muchas de esas cartas, aunque no soy capaz de volver a abrirlas.
Esta receta son ellos. Son mis veranos, mi nostalgia y mi pena por no tenerlos. Pero también mi alegría por recordar como me despertaba con el olor de las tortas de pan que nos hacía mi abuela los domingos por la mañana. Esto es para vosotros. Os quiero.
Ingredientes:
1/2kg de masa de pan
Aceite
Azúcar
Preparación:
Una vez tenemos la masa de pan, que puede ser comprada o hecha, sólo tenemos que coger pequeñas porciones e ir estirándolas, formando las tortas. Luego las echamos en aceite muy caliente, y en la misma sartén las pinchamos con un tenedor. Dejamos que se doren por los dos lados, las ponemos sobre papel absorbente y les echamos azúcar al gusto.
Notas:
Si queréis hacer la masa la podéis encontrar pinchando aquí. Con la masa madre ya podéis hacer las tortas.
Las podéis comer calientes o frías, y si por algún extraño misterio os sobra alguna, cuando la vayáis a comer, basta con meterla unos segundos en el microondas.
Espero no haberos aburrido con la entrada.