No quiero pecar una vez más de nostálgica, pero es imposible para mi echar la vista atrás y recordar mi niñez, mis primeros días de escolarización y que no me asalte cierta añoranza que me obliga, ni mucho menos con pesar, a describir aquellos dulces momentos.
Comencé por ?machaconería?, insistencia e influencia paterna, ir a la escuela a la tierna edad de cuatro años, en el Colegio Maria Auxiliadora, popularmente llamado el ?Colegio de la Estación? en la barriada malagueña del Palo.
Estaba a escasos metros de mi casa, situada en Calle La Bara número 20; desde el escalón de su puerta, mi madre divisaba la estación de tren, justo al lado del colegio, donde tenía su parada ?la cochinita? el tren que unía en aquella época el centro de la capital malagueña con la Axarquía.
Ahora, en la distancia del tiempo, los sentimientos solapan en gran parte las sensaciones, las emocionas y la memoria de mis primeros días escolares; aunque muchos son los detalles que la lejanía no han podido borrar, a pesar del desgaste del paso de tantísimos años.
Me viene a mí, según mi hija (estudiante de psicología), olvidadiza memoria que comencé antes de lo que la legislación de aquella época obligaba, entrando de hecho en la misma clase de mis primas mayores, quienes eran más o menos dos o tres años mayores que yo.
El colegio, construido en una sola planta, con un estilo propiamente andaluz, contaba con un patio rectangular en su entrada, con dos naranjos a cada lado que custodiaban las grandes y preciosas puertas de madera que abrían y cerraban ese universo escolar en el que aprendí a leer y a escribir con apenas cinco años.
Sin querer se ha ido de mi memoria el nombre de mi primera maestra, pero no su imagen; aún la veo: alta, espigada, de mediana edad, morena con el pelo recogido y vestida de negro riguroso, que contrastaba con el blanco impoluto de nuestros baberos, en cuyo cuello obligatoriamente teníamos que adornar con un gran lazo azul marino. Roto el uniforme por una banda celeste, señal de buena conducta o una medalla con lazada rosa distintivo de más aplicada o mejores notas de la clase (semanal o mensual) que raro era que yo no consiguiera en todo momento.
Sí que me acuerdo de la directora con total seguridad, Doña Concha, que siguió teniendo contactos y amistad con mis padres a lo largo de varios años, incluso cuando dejamos de vivir en El Palo, allá por el año 1965.
Aún me llega el olor que desprendía mi pequeña cartera de color marrón, de cartón duro, con asas y cierre de hojalata, donde la caja de madera con tapadera corredera guardaba mis lápices de colores y mi goma de borrar, una libreta y aquella cartilla de mi primeras letras, que aún no he podido volver a encontrar en las librerías antiguas, cuya portada era un muñeco vestido de marinerito?.donde pude aprender a distinguir las vocales .
Mi madre me acompañaba cada día a la escuela y entraba feliz a mi clase, junto con mi prima Maria.
Al ser tan pequeña, me sentaban en la primera fila, en un pupitre frente a la negra pizarra; era de madera, vieja, de un color oscuro desvaído, con tapa y asiento abatible, donde en la parte interior había un orificio para los tinteros, que lógicamente yo no podía usar.
Delante mía, sobre una desgastada tarima de madera, la mesa de mi maestra, justo delante de la pizarra, que siempre solía tener restos de tiza. Justo encima colgaba un cuadro acristalado con una foto del antiguo ?caudillo? y un crucifijo; a la derecha un gran mapa de España, casi de color sepia.
No sé, si por ser la más pequeña de la clase, lo ?espabilada? o dicharachera, era yo quien era elegida para recitar poesías (aunque para ello me tenían que subir en una silla) e incluso bailar vestida de ángel, o los coros y danzas populares que se impartía en aquella época.
Mi colegio estaba muy cerquita de la mar, los días de viento nos llegaba el rumor de las olas, el olor a salitre se fundía con el intenso perfume de las acacias que daban sombra a la calle; acacias de blancas flores que las niñas mordisqueábamos como si de una dulce golosina se tratase, a la salida del colegio.
De la mano de mi madre, quien con mi rubio y guapisimo hermano en brazos, caminábamos escuchando las olas de la mar, el chirriar del tren a su paso por las vías mientras las verdes hojas de los eucaliptos sonaban al compás de la brisa marina.
Hoy, no es nostalgia lo que siento, no es añoranza, es orgullo de mis orígenes, de mi gente, de ser quien soy.
Por ello, tenía que publicar una receta muy malagueña, muy de mi tierra, de las que con pasión se preparaba en el Palo y por ende en Mi cocina?.
¿Cómo lo hice?
Ingredientes:
Un calamar grande (cerca de un kilo), un trozo de pescado blanco (en ésta ocasión rosada con cuidado de ir quitando las posibles espinas, esto último lo puede realizar el pescadero), seis langostinos (la carne), diez mejillones (cocidos previamente en agua con sal), media cebolla pequeña blanca-dulce, seis dientes de ajo, una ramita de perejil, un huevo, dos o tres cucharadas soperas de pan rallado, una o dos rebanadas de pan remojadas en leche, aceite de oliva virgen extra (a ser posible malagueño), una rebanada de pan, un buen puñado de almendras (sin pelar), diez o doce granos de pimienta negra, dos o tres hojas de laurel, colorante alimentario (en mi caso, tal y como usaban mis mayores, un sobrecito de la marca ?aeroplano?), un vaso de vino blanco (en ésta ocasión un fino Montilla-Moriles), agua y sal.
Los pasos a seguir:
Limpiar bien el calamar por dentro y reservar.
Quitar a las aletas la parte dura, el pescado y junto con los langostinos pasarlos por la picadora.
En un cuenco echar la carne picada de calamar, pescado y de los langostinos, la cebolla, los ajos y el perejil muy picaditos, el pan remojado en leche, el huevo, los mejillones cocidos cortados en trozos pequeñitos, salando al gusto y mezclar bien. Si no queda muy compacta añadir pan rallado.
Rellenar el calamar con ésta masa, procurando que quede bien prieto y cerrar con palillos de madera, de forma que quede bien hermético.
En una sartén o cazuela echar un buen chorreón de aceite de oliva y ?freir? el calamar uniformemente (que quede igual por todos lados), pinchando con un tenedor varias veces con objeto de que no quede liquido ni aire en el interior. Sacar y reservar.
Mientras en una sartén con un buen chorreón de aceite de oliva freír el resto de los ajos y las almendras, con mucho cuidado de que no se quemen ya que amargarían, sacarlas y en el mismo aceite freir la rebanada de pan.
En el vaso de la minipimer pasar las almendras, los ajos y el pan junto con el vino, de forma que quede bien fina.
En la cacerola donde se ha dorado el calamar, echar la salsa junto con un vaso de agua, la pimienta negra, el colorante alimentario, las hojas de laurel y salando al gusto.
Llevar a ebullición, dejándolo hacer a fuego lento durante unos veinte minutos aproximadamente, dándole la vuelta de vez en cuando. Si es preciso ir añadiendo un poco de agua a fin de que no quede seca la salsa.
Acompañar con arroz blanco o patatas fritas?..¡¡ una delicia marenga !!
Debo decir que éste calamar lo he comprado en el malagueño mercado de Huelin, para mi uno de los mejores sitios para comprar pescado de la Bahia, concretamente me atiende un malagueño, de la mar....pero que dice ser un "un culé en la Malagueta".
¡¡ Buen provecho !! Y recuerden, si pueden: disfruten de mi tierra, disfruten en Málaga.