Adoro el ajo, lo reconozco y no me arrepiento, aunque aún hoy se le aleja como a un impertinente en las cenas de las noches de amor porque se le considera un intruso aguafiestas, desconocedores tal vez, de las propiedades afrodisíacas que su ingesta conlleva.
Yo desde luego, no concibo la cocina sin este ingrediente fundamental que adereza de forma totalmente sublime la receta que lo integre. Es la esencia mediterránea en la cocina desde tiempo inmemorial y que tan bien casa tanto en carnes, pescados, ensaladas o salsas para realzar el sabor del resto de ingredientes; ¡¡pero si hasta las aceitunas se aliñan con ajo!! Y anda que no está rica una rebanada de pan de pueblo, tostadita a primera hora de la mañana refregada con un diente de ajo, su aceite de oliva, su tomate picadito y una loncha de jamón serrano, vamos, que si a este manjar le sumamos una humeante taza de café y un buen periódico o libro un domingo por la mañana, tenemos asegurado la terapia antiestrés del fin de semana, a mí sin dudarlo, no me falla.
Sin embargo, el ajo ha tenido a lo largo de la historia, un igual número de incondicionales que de detractores, y no solo en el mundo anglosajón, donde no lo pueden ni ver (peor para ellos).
También en España, este bulbo de apariencia humilde, pero con un orgullo que hace que nunca pase desapercibido suscita rechazo incluso en grandes obras de la literatura de nuestro país, como en el famoso Quijote, donde Cervantes hace que el ingenioso hidalgo insulte a Sancho llamándole "villano, comedor de ajos...".
Incluso Bram Stoker, el escritor al que Drácula hizo inmortal, se sirvió de esta liliácea para poner tierra de por medio entre el terrible vampiro y el cuello de alguna que otra jovencita hipnóticamente encandilada tan atractivo murciélago.
Pero sin dudarlo, me quedo con Sir John Harrington, que tradujo al inglés y en verso el "Tratado de Higiene" de Galeno y dónde hace referencia de esta forma tan expresiva al consumo benefactor de los ajos: "Como el ajo puede/ de la muerte salvar / su hediondo aliento/
convendrá soportar,/y no, como algún sabio,/su virtud desdeñar"
Lo cierto es que hoy se doma al ajo; normalmente, su cuerpo físico queda en la cocina, y a la mesa llega solo su espíritu, su aroma inconfundible, aunque en la receta de este lomo al ajillo, llega al plato en igualdad de protagonismo que la vianda y es que hay recetas como estas que no tendrían la esencia que tienen de no ser por el ajo, ¿no os parece?
1/2 Kgr de un buen lomo de cerdo
1 cabeza de ajos
2 hojas de laurel
1 vaso de vino blanco seco
1 pastilla de caldo de carne
Pimienta molida
2-3 ramitas de romero fresco
Aceite de oliva
1 cucharadita de pimentón dulce
Sal
Agua
Comenzamos troceando el lomo de cerdo en láminas gruesas de aproximadamente, 2 cm de ancho y en sentido transversal.
En una sartén grande o cazuela baja, ponemos como un dedo de aceite de oliva y cuando temple, añadimos los dientes de ajo sin pelar y ligeramente machacados con una hoja ancha de cuchillo junto a los trozos de lomo. Freír a fuego medio-alto hasta que la carne esté dorada por ambos lados.
Ponemos las ramitas de romero y rehogamos ligeramente.
Añadir ahora la pastilla de caldo, desmenuzándola con los dedos y también el laurel, la pimienta molida y la cucharadita de pimentón. Remover un instante.
Incorporar el vino blanco y dejar 2 minutos para que se evapore el alcohol. Así de simple y así de bueno.
Para acompañar, freír unas patatas laminadas también de forma gruesa en aceite de oliva y a fuego bajo para que se hagan bien por dentro. Este paso lo vamos haciendo mientras se elabora el lomo.
Presentamos en el plato, alternando láminas de patatas y de lomo al ajillo, regando con un poco de la salsa que habrá quedado en el fondo de la sartén.
Una buena ensalada irá estupendamente como guarnición de este plato.