A la playa voy única y exclusivamente como concesión a la familia, a los niños especialmente, porque todo el mundo sabe que los niños vienen de serie con el termostato estropeado, y ellos no tienen ni frío ni calor, aunque sus madres los vean azules después de estar tres horas bañándose en las gélidas aguas atlánticas. Serán cosas tuyas, mamá.
Sin embargo, las playas me fascinan por una cosa en particular, el género humano. Sí, sí, son como una gran exposición o museo donde observar todo tipo de gente, que, desinhibida por el sol, el calor, el verano y, quizás, el hecho de estar semidesnudo en presencia de desconocidos (o desnudos, en el caso de que acudáis a playas naturistas) actúa tal cual les dicta su conciencia. Dicha conciencia, todo hay que decirlo, a muchos les hace cortocircuito...
El fin de semana pasado nos fuimos a dormir con nuestra caravana a la playa de Nerga, que es un absoluto paraíso situado en la península del Morrazo, en plenas Rías Baixas (que no se note que hago promoción). Total, fabuloso, levantarnos a las nueve de la mañana, la playa entera para nosotros... Un paraíso, lo dicho. Poco a poco va llegando la gente, esto, a partir de las doce o una, porque estamos en España, y todos sabemos que es ilegal levantarse un domingo antes de las once. Me siento y observo.
La señora que está tan morena que podríamos pensar que es originaria de Senegal, con su pamela, su biquini escueto y su paciente marido caminando tras ella cargado con la sombrilla, la nevera, la bolsa de las toallas, un par de sillas, el kit de manicura, y, nunca está de más, la crema para el sol (quiero decir algún tipo de aceite bronceante que atraiga aún más si cabe los rayos uva). Un auténtico animal de playa.
Los niños cargados de cubos, palas, rastrillos, pelotas, raquetas, tractores (sólo lo básico e indispensable) que corren por la playa como si no hubiese un mañana, mientras sus padres intentan distinguirlos por los colores chillones de camisetas protectoras y bañadores. Esos mismos padres que disimulan como si esos niños estuviesen abandonados en la playa cuando se dedican a saltar por encima de las toallas del resto de habitantes del arenal.
El señor madurito (rondando los sesenta) que corre por la playa con su cuerpo lozano únicamente cubierto por un slip mínimo, por supuesto corre con las deportivas puestas, que es un profesional. En esos momentos doy gracias por no haber acudido a la playa nudista que hay un poco más adelante. La sola imaginación de la escena me produce escalofríos...
En fin... Las playas son para el verano, y el bonito del Norte también. Un pescado muy rico, de carne delicada y llena de sabor, que hay que disfrutar en esa breve temporada que está a nuestra disposición. Os dejo hoy una receta que es un clasicazo, de esas recetas de toda la vida, pero que quitan el sentido de lo ricas que están. Disfrutadlo, y cuidado con la playa.
Bonito con tomate
Ingredientes (para 4 personas):
750 g de bonito fresco en rodajas.
un vaso de salsa de tomate casera (mi receta aquí).
1/2 pimiento verde.
1 cebolla mediana.
2 dientes de ajo.
harina.
aceite de oliva.
sal y pimienta.
Preparación:1. Limpiamos el pescado de piel y espinas, y lo cortamos en trozos regulares, no demasiado pequeños.
2. Salpimentamos los trozos de pescado y los pasamos por harina. Los freímos en una cazuela con un poco de aceite, a fuego fuerte. Vuelta y vuelta, lo único que queremos es que se doren un poquito, para que tengan mejor color al servir.
3. Retiramos el pescado de la cazuela y reservamos. En el mismo aceite sofreímos la cebolla, el pimiento verde y los dientes de ajo, bien picadito todo.
4. Una vez que está bien hechito, le añadimos la salsa de tomate y dejamos que dé un hervor. Salpimentamos.
5. Añadimos los trozos de pescado y si fuese necesario para cubrir, un poquito de agua o caldo. Dejamos cocer todo junto unos 10 minutos, no hay que cocer mucho el pescado.
6. Acompañamos con unas patatas fritas, yo le puse también tiritas de pimiento verde, o con un arroz en blanco.