No sé qué pasa en octubre, pero en cuanto empiezan los días fríos, las lluvias y el striptease de los árboles, lo único que me apetece es tomar crema de verduras. Para horror de los pompones, particularmente del friki, cargo la cesta y el carro en la frutería como si nos enfrentásemos a un holocausto zombi y preparo mezclas y combinaciones, pruebo sabores y especias e indefectiblemente planto un bol y una cuchara a la hora de la cena, haya protestas o no.
Y no es solo la crema de verduras, son las verduras y las frutas de otoño. Las castañas, los higos, los membrillos, las calabazas, los boniatos (que me encantan y duran un suspiro), las granadas... E incluso las setas, que a mí no me gustan, pero que compro totalmente hechizada por los colores y las texturas.
Me gusta el otoño. Yo, que soy tirando a introvertida, disfruto mucho de los días cortos, de los ratos de estar en casa, de la manta en el sofá, de tejer un jersey de lana y probártelo y dejártelo puesto porque estás muy a gustito. Después del estallido social del verano, con planes y viajes, findes de semana, cenas y fiestas, me apetece tener tiempo para mí, disfrutar del silencio (o cuasi silencio, en mi casa siempre hay alguien haciendo ruido), leer, bordar, cocinar, mirar partidos e idear cosas para el blog, para Demodé o para mi nueva aventura para escritores (todavía en vías de desarrollo, pero ahí está). Me encanta la gente, pero también necesito tiempo para mí, tranquilidad, el ritmo sosegado de las tardes otoñales, que se vuelven oscuras, frías y largas.
Por eso llevo unos cuantos días recluida en la cocina. Otra de las cosas que me gustan mucho son estos días fríos en los que no enciendes todavía la calefacción, pero sí que enciendes el horno y los fogones, y la cocina se convierte en el cálido corazón de la casa.
Uno de esos días, de vuelta de la frutería, con la compra esparcida sobre el mármol de la cocina, nació esta crema naranja. Tenía unos dados de calabaza, unos cuantos boniatos que pensaba hacer asados y un manojo de zanahorias. Y me entró una necesidad muy fuerte de mezclarlo todo. Como también había comprado una raíz de jengibre tan grande como Andorra, me pareció buena idea añadir un pedacito.
El resultado es un manjar exquisito, de esos de lamer el plato hondo. Cosa que yo no he hecho nunca (ejem). Y muy sencillo y muy sano. De hecho te vas a preguntar mil veces cómo puede ser que esté tan rico si es tan sano. ¿No habíamos quedado que eso era imposible?
Ingredientes:
2 cebollas
Medio kilo de calabaza
3 boniatos
6-7 zanahorias
Un trozo de jengibre al gusto
Aceite
Agua
Sal y pimienta
Pica la cebolla y saltéala en una olla con un poco de aceite. Cuando esté dorada, añádele la calabaza, los boniatos y las zanahorias, todo pelado y cortado en daditos. Añade también el jengibre pelado y cortado en rodajas. Rehoga bien las hortalizas para que cojan un poco de sabor, unos 5 minutos.
Añade el agua suficiente para cubrir las hortalizas, tapa la olla y deja cocer a fuego medio-bajo hasta que estén tiernas.
Añade sal y pimienta y tritura. Ya lo tienes.
Cuando las hortalizas estén tiernas puedes añadir un yogur, un chorrito de leche (animal o vegetal) o un poco de queso rallado, aunque así ya queda riquísimo.
Yo suelo añadir siempre un poco de aceite o unos tropezones a la hora de servir para que el frente infantil se tome la sopa con más ganas. A veces frío unos ajos en un poco de aceite y añado eso. Otras veces salteo un poco de tocino o de jamón. Otras veces uso virutas de algún embutido. Un huevo duro. Olivas troceadas. En fin, abre la nevera y usa lo que tengas.
Si estás más bien en modo Halloween (yo este año bastante poco), vete a ver nuestra corona-momia (mi manualidad favorita, que cuelga de la puerta todos los años), nuestros frascos-farolillos-calabazas (que necesitan urgentemente fotos nuevas, estos días las hago) o nuestro mantel de telarañas, que también es de mis favoritos y que sigue vivo (fotos necesarias también, voy a ver si me estiro y las preparo).