Un río de ardiente frescura que cruza por la mesa mexicana, si se me permite el oxímoron, en el mejor estilo de mi paisano, Alfonso Reyes, el regio universal, amo y señor de la prosa. Rueda, pues, el jitomate, con luz, color y sabor por los más sencillos o refinados platillos. Así, sus totalidades e inconfundible dimensión gustativa se despliegan lo mismo en una ensalada deslumbrante que en el resplandor de una encarnada crema o como factor decisivo en la suma total de la salsa mexicana, mixtura indispensable de nuestra identidad.
Cálido fruto que cobija la salud de todos con la promesa de regalarnos los nutrimentos que colman la cascada fresca de su jugo. Al tacto, es esa piel suave que recorre la imaginación para luego regodearse en el paraíso del paladar o estimular el apetito cuando cruje en cazuelas, sartenes y cacerolas.
Se ve, se oye, se siente y ¡se saborea!
Y qué decir del rojo explosivo o incendio detenido, como ocurre con uno de los colores de nuestra enseña patria. Porque el jitomate es tan nuestro que fue bautizado en náhuatl a partir de esa seña particular, ese ombligo que lo une y unirá a la madre tierra como su único y verdadero cordón umbilical (xictli, ombligo, y tomatl, tomate).
Al olfato se revela con un aroma que, curiosamente, puede mirarse: es tinta roja nacida en la entraña misma de nuestra tierra.
Pero no olvidemos el sacrilegio de quienes, confundidos en tiempos oscuros y de ignorancia, llegaron a prohibirlo en la mesa porque suponían que agitaba las bajas pasiones o, peor aún, porque decían que se trataba de una planta venenosa. Hoy no hay mesa donde no se sirva y paladar que no lo pruebe.
A fin de cuentas, se impuso triunfalmente su sabor, colorido y toda una alianza de bondades, encabezadas por su hermosura, que no podía pasar inadvertida ante nuestros artistas, quienes en sus bodegones han incorporado este fruto, que irradia su fuerza hacia todo lo que le rodea. Un edén de sabor y color que parece estar siempre al rojo vivo.
En fin, así de rica es esta solanácea que México regala al mundo y cuya encarnada presencia vegetal añade dentro y fuera del fogón universal, llamada también en francés pomme damour (manzana de amor), en italiano pomodoro (manzana de oro) y en alemán Paradeisapfel (manzana del paraíso).
Y si bien se ha afirmado que es una especie originaria de Sudamérica, su domesticación se sitúa orgullosamente en México.
Pero no se crea que su bella y característica circunferencia la somete en una común geometría, pues renace en la pluralidad del jitomate bola, cherry, saladette –los que más se cultivan en México–, pera, beef, marmande, vemone, moneymaker, muchamiel, pometa tardío, san marzano, cocktail, ramillete y liso, entre otros.
Cuando los conquistadores españoles se topan con este fruto se enteran de las palabras tomatl (que ellos tradujeron por “tomate” y que se aplicaba a un fruto de color verde) y xicomatl (que denominaba, por su parte, a los frutos de color rojo) y nace como tal el término jitomate, aunque no tuvo tanta divulgación en España, a donde llega apenas en el siglo XVI, como lo comprueban algunas recetas de la cocina monástica en un libro de 1740. Un siglo después se comienza a cultivar en Francia con ciertas reservas al atribuírsele propiedades afrodisíacas, que se estimaba eran una vergüenza y un riesgo para las damas, por lo que no se recomendaba su uso en las cocinas familiares. De ahí, como decía antes, lo de la pomme damour y sus pecaminosas acepciones en diversos países.
De nuestro paraíso mexicano ha surgido, pues, tanta felicidad. Y en esa órbita, la región del país donde parece multiplicarse más es en tierras del noroeste, aunque crezca en otras latitudes y hasta anide en aquellas milpas que sobreviven en recónditos lugares de la patria, sin abandonar el señorío de su destino: alimentar, nutrir, deleitar.
Sí, el jitomate, ese vegetal que participa en tal grado de nuestra cultura que constituye por sí mismo un corazón mexicano que nunca para de latir.
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