El saber no ocupa lugar y para conocer la cocina desde todas sus vertientes es necesario saber su historia. Por eso, esta publicación es tan importante, pues narra de dónde proceden nuestros hábitos culinarios. Ya que el Imperio Romano no solo dominó el territorio de la península Ibérica, sino también la vida cotidiana de sus habitantes.
Muchos pensaréis, pero bueno, ¿de dónde viene este arrebato histórico de Azúcar y Orégano? Pues la respuesta es muy sencilla, con tanto tiempo libre en verano, por fin tengo tiempo de acudir de nuevo a los museos y observar sus exposiciones momentáneas. En concreto, he visitado el Museo de Cádiz y su muestra de "El gusto y la alimentación en la antigua Roma".
Se trata de una coqueta exhibición donde se retrata el día a día del arte de cocinar en el Imperio Romano. Una actividad que al principio no ostentaba una sala concreta en el hogar, pero que al final consiguió erigirse es una estancia llamada coquina o culina. Los productos que más se consumían por aquel entonces eran el vino, el pescado, el pan y el aceite. Es más, la Bética era la principal productora de aceite para el imperio. Cosa que no dista mucho de la actualidad, ya que España sigue liderando la producción de este producto, siendo Jaén su capital mundial.
«Coge unos dátiles verdes o quita el hueso a los dátiles maduros y rellénalos con nueces o piñones y pimienta triturada; sálalos por fuera, fríelos en miel cocida y sírvelos» (Receta de Celio Apicio).
En cuanto al pescado, no es de extrañar que fuera tan típico en nuestro país, ya que estamos rodeados prácticamente de mar y Cádiz ha sido siempre considerada una ciudad de marineros. Las fuentes literarias confirman que Gades (nombre que recibía la provincia gaditana en tiempos de los romanos) era famosa por la explotación del atún. De ellos se aprovechaba absolutamente todo. Con la carne se elaboraba los salazones, las vísceras y sangres servían para las salsas (garum) y las espinas se trituraban para fabricar harina, que se reutilizaba para alimentar a los animales o como fertilizantes. Es decir, en aquella época no existía el término ecológico, pero sí los valores de aprovechar al máximo los recursos de la naturaleza.
«Cuando venía a comer un vecino simpático era una delicia; alegraban la mesa no los pescados que venden en la ciudad, sino pollo y cabrito; después, para terminar, uvas pasas y nueces e higos secos» (Horacio).
De entre todas las comidas que se llevaban al cabo del día, la cena era sin duda la más importante para los romanos. En primer lugar, degustaban los aperitivos y entrantes, luego pasaban a comer unos cuatro platos como principales y se terminaba con el postre, que consistía en manjares secos para incitar a la bebida del vino.
Los comensales disponían de vasos y platos, pero no de cubiertos, ya que las viandas se servían en porciones pequeñas. Las manos eran sus principales cubiertos, de ahí que en las casas más pudientes fuera típico que los esclavos estuvieran presentes en los banquetes con tinajas de aguas perfumadas, para verterlas sobre las manos de sus amos y que estos se lavaran entre las comidas. No obstante, en caso de necesidad se usaba una cuchara que podía estar hecha de plata, madera, etc.
«Era abundante el consumo de legumbres y verduras y muy apreciada la fruta seca, que se utilizaba como ingrediente en muchos dulces. La fruta cocida con miel y especias se servía como guarnición de los platos de carne, especialmente aves y cerdos» (María Gazia Luparia).
Como veis, se trata de una leve pincelada de todo aquello que fue la cultura agroalimentaria en la antigua Roma. Un intento por conocer nuestro pasado, que nos hace entender aún más nuestro presente culinario y quién sabe, hacernos intuir las futuras modas gastronómicas que regirán entre los grandes cocineros.
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Texto e Imágenes: PROPIAS