Alguna vez he hablado acerca de la importancia de las texturas.
Las texturas definen en buena medida las sensaciones que nos sugiere un plato: crujiente, sedoso, duro, blando, meloso, tierno, criterios que junto al sabor caracterizan a un alimento o preparación.
Cuando pensamos en una tarta de queso imaginamos una textura interna fundente, como el magma de un volcán abriéndose paso por una grieta.
Pese a su auge y popularidad actuales, cuenta con una dilatada historia a sus espaldas, remontándose a la Antigua Grecia, a hace más de 4.000 años.
En contra de lo que se cree, la cheescake, anglicismo con el que ha abierto paso a través de occidente, no es originaria de Estados Unidos.
En la Isla de Samos, frente a la costa de Turquía, ya se elaboraba una receta muy similar destinada a nutrir a los fornidos atletas que participaban en los Juegos Olímpicos, existiendo evidencia escrita de este hecho desde el 776 a.C.
La tarta de queso tradicional, denominada en ocasiones pastel de queso, prosiguió su andadura por el Imperio Romano, extendiéndose posteriormente por todos los países de Europa.
Durante siglos, la receta original, que consistía en trabajar insistentemente el queso hasta que quedara cremoso, mezclándolo con harina y miel en una sartén de latón donde se cocía, experimentaría numerosos cambios hasta convertirse en lo que es hoy. Lo que nos lleva a la inclusión del queso crema.
En Philadelphia, un ingenioso fabricante de quesos llamado Mr. Lawrence, en un intento fallido por crear un queso suave del tipo Neufchatel, alumbraría uno de los mayores éxitos comerciales en el sector de la alimentación: el queso Philadelphia.
Sin embargo, no solamente en Estados Unidos hay una fecunda tradición de tartas de queso, aunque sea la que más ha trascendido al imaginario popular y comercial, pudiendo encontrar en España deliciosos tartas como la quesada pasiega de Cantabria.
¿Quieres conocer los secretos para realizar una tarta de queso increíblemente cremosa?
Ingredientes:
Queso mascarpone 500 g.
Queso de untar Philadelphia 500 g.
Azúcar 300 g.
Huevos 7 unidades
Mantequilla 1 cucharada
Leche 25 ml.
Agua 200 ml.
Frutos rojos congelados (cobertura) 300 g.
Azúcar (cobertura) 200 g.
Elaboración:
Dicen que cada maestrillo tiene su librillo, y en el mundo de la repostería, y en particular de las tartas de queso, este dicho popular se hace más evidente. La receta que planteo prescinde de la harina, un elemento que busca hacer de agente aglutinante, cosa que dada la textura super cremosa que perseguimos no nos interesa en absoluto. ¡Además, es apta para celiacos!
Tampoco incluyo la base de crumble de galleta que, dicho sea de paso, actualmente encuentra más detractores que admiradores, no obstante, daré pautas para que aprendáis a prepararlo. Aclarado esto, no podemos dejar pasar la oportunidad para hablar del queso. Para tratar de agradar el paladar de todo el mundo he seleccionado dos quesos suaves y equilibrados.
Recomiendo encarecidamente que no escatiméis con la calidad del mismo, siendo las marcas más destacables del queso de untar y mascarpone Philadelphia y Galbani respectivamente. Asimismo, con el objetivo de sorprender a aquellos que busquen sabores intensos y profundos, mostraré una alternativa con crema de queso azul ¡Quedarás sorprendido por su potencia!
Comencemos entonces con la receta básica. En primer lugar, recomiendo prepararla con un día de antelación, ya que si la consumiéramos el mismo día la textura resultaría demasiado fluida. Untaremos mantequilla en el interior de un molde de 24 cm., preferiblemente desmontable, forrándolo enteramente con papel de horno. Precalentaremos el horno a 180º C con calor arriba y abajo.
En un bol mezclaremos ambos quesos, el azúcar y el chorro de leche, batiendo enérgicamente con una varilla hasta que los cristales de azúcar se hayan diluido en el queso. Este trabajo puede llevarse a cabo con una varilla manual o eléctrica, o incluso con una batidora. Seguidamente, iremos añadiendo los huevos uno a uno al mismo tiempo que no paramos de batir, impidiendo de este modo que se formen grumos.
Pasaremos la mezcla del bol al molde, dándoles unos pequeños golpes en los extremos o dejándolo caer desde una altura prudencial para que el aire que haya podido quedar atrapado escape. Introduciremos el molde en el horno a altura medio sobre una rejilla, y cronometraremos exactamente 27 minutos. Transcurrido el tiempo sacaremos el molde y dejaremos que se atempere.
Finalmente, una vez fría, la recubriremos con papel film y la guardaremos en la nevera. Posiblemente, y dado que no hay manera de precisar ciertas variables, el tiempo de cocción de la tarta tendrás que irlo a ajustando en sucesivas pruebas. Mientras que la tarta se enfría, nos pondremos manos a la obra con la cobertura, que aportarán un contraste ácido interesante.
Dispondremos los frutos rojos y el azúcar en una cazuela, seguida de un generoso chorro de agua. Maceraremos hasta que estén prácticamente descongelados. A continuación los colocaremos a fuego mínimo durante 1 más o menos. Apagaremos el fuego aguardando a que se enfríen completamente. Si quisiéramos obtener una textura más fina los pasaríamos por la batidora.
Remataremos extendiéndola con una espátula sobre la tarta. En cuanto a la base de galleta, tan solo mezclaremos 150 g. de nuestras galletas favoritas trituradas con 120 g. de mantequilla en pomada, formando una especie de tierra húmeda que acomodaremos en el fondo del molde. A la hora de verter la mezcla de huevos y quesos, lo haremos lentamente para que permanezca adherido.
A partir de esta receta básica de la abuela, se abre un amplio abanico de posibilidades que se alejan de la tarta tradicional, pero que son igualmente deliciosas, pudiendo jugar con las proporciones a placer. Prueba a sustituir el queso mascarpone por una tarrina de crema de queso azul, o yendo un poco más allá, a agregar también 100 g. de chocolate blanco fundido. La combinación del queso azul con el chocolate blanco es espectacular.
¡Qué aproveche!
Puedes ver la receta así como otras muchas recetas tradicionales caseras en la web de La Receta de la Abuela.