Los zapatos tienen un misterio que sólo conoce la mujer que los lleva, es la manera de caminar, es mucho más. (Manolo Blahnik)
Recuerdo que caminaba con paso firme, muy segura de mi misma; mis tacones sonaban a cada paso que daba sobre aquel brillante mármol rojo Alicante mientras subía la escalera que conectaba la recepción con las oficinas de administración.
Mi caminar me llevaba hacia la estancia aún vacía de personal, donde entraban los primeros rayos de Sol que me permitían ver el trayecto hacia mi despacho. El tenue sonido de la oscilación del péndulo del reloj de pared, tic-tac-tic-tac era la música de fondo de las nueve campanadas mientras abría la puerta de aquel habitáculo que hacía esquina en la segunda planta del monumental edificio construido a principio de los años 80. En pocos minutos se escucharía el rumor del personal, el teclear de las máquinas y los estridentes ring-ring de los teléfonos.
Mi lugar de trabajo era amplio, hermoso, donde primaba las paredes revestidas de madera de cerezo, de un color marrón rosado que con el paso del tiempo y del Sol se fue oscureciendo hacia un rojo caoba. Una de sus paredes de cristales ahumados desde los que podía ver al personal de mi departamento realizando su trabajo. Todo un lateral estaba ocupado por grandes ventanales, con rejas, que permitían que el Sol hasta el medio día iluminara la estancia.
Aquellas ventanas que me permitían ver los preciosos naranjos que adornaban la calle y que al abrir me regalaban su perfume unas veces a azahar, otras a naranjas cachorreñas que se mezclaban con el olor de las flores y el de una taza de té caliente. Aromas que alimentaban el espíritu y que aún, hoy en día, si cierro mis ojos puedo percibir.
Una estancia en la que pasé la mayor parte de mi vida, en la que destacaba una gran mesa de trabajo, muebles supletorios, estanterías de madera soportaban el peso de mis archivos, del control de cámaras de tv. desde donde podía visualizar cada departamento, rotando las imágenes de las tres exposiciones y sala de juntas, recepción, almacén, relojería y fornituras.
Una columna forrada de un precioso panel de cobre con decoración floral hacían juego con la lámpara de mi mesa, con los jarrones dorados en los que no me faltaban las flores naturales.
Así comenzaba cada día de mi vida, trabajando en mi despacho de Orient Peninsular, S.A., empresa distribuidora de los relojes japoneses Orient para toda España; días intensos de gestiones, de papeleo, de llamadas telefónicas, de visitas; horas y horas en las que aquel reloj de pared marcaba con sus campanadas ocho, nueve, diez horas, día tras día, año tras año, el paso del tiempo.
Un tiempo en el que nunca dejó de sonar aquel repiqueteo de mis pasos ligeros, fuertes, decididos, de un lado para otro de las oficinas. Unas oficinas hoy cerradas, vacías, solitarias en las que me imagino que pese a todo quedó grabado en sus maderas, en cada rincón y aún resuena el taconeo de mis zapatos de tacón.
Y aunque lejos en el tiempo, ahí sigo, dejando la huella de mis pasos en el suelo, no como entonces siendo directiva de una gran empresa relojera a nivel nacional, sino intentando dejar mi huella, el sonido de mis pasos por “Mi Cocina” con lo que escribo, publico y comparto en éste rincón gastronómico llamado MI COCINA CARMEN ROSA.
Los naranjos y limoneros de ésta Málaga que cautiva y enamora me inspiran para hacer éste postre, una TERRINA DE CÍTRICOS CON VINO MOSCATEL MALAGUEÑO Y SALSA DE TÉ.
Y que en éstos meses de enero, febrero, están en su mejor época, recién cogidos de éstos valles malagueños, ricos en cítricos.
¿CÓMO LO HICE?
INGREDIENTES:
3 naranjas, un limón, 45 grms. de azúcar morena, 2 sobres de agar agar (gelificante vegetal), una cucharada pequeña de aroma de vainilla, una ramita de hierbabuena, cinco granos de pimienta negra, y medio vaso mediano de vino moscatel de Málaga.
Para la salsa de té:
2 bolsas de té rojo, 65 grms. de azúcar morena, 250 ml. de agua y un sobre de agar agar (en su defecto gelatina).
Para glasear las cáscaras de cítricos:
1 cucharada sopera de agua, 50 grms. de azúcar y la cáscara de una naranja y de un limón.
LOS PASOS A SEGUIR:
Lavar muy bien las naranjas y el limón. Pelarlos y reservar las cáscaras del limón y de dos naranjas cortándolas en tiras.
Exprimir una naranja y el limón y reservar el zumo. Quitar con sumo cuidado la parte blanca de las otras dos naranjas, cortar en gajos con cuidado de que no tengan semillas, ni piel y reservar .
Preparar la salsa de té, para ello poner un cazo en el fuego con el agua, echar el azúcar y remover bien llevando a ebullición. Introducir las bosas de té. Apartar del fuego dejar unos minutos hasta que se disuelva el té en el agua. Retirar las bolsas e incorporar el agar agar (la gelatina), remover bien y dejar enfriar. Introducir en el frigorífico hasta que cuaje.
Mientras, en una cacerola echar el zumo de la naranja y el limón, poner al fuego y calentar ligeramente. Añadir el azúcar y el sobre de gelatina remover bien. Incorporar la vainilla, pimienta recién molida y las hojas de hierbabuena desmenuzada.
Volver a poner a fuego medio durante un minuto, removiendo de vez en cuando, apartar del fuego y echar el vino moscatel.
En un molde rectangular, echar una capa de la jalea e introducir en el frigorífico unos quince minutos aproximadamente, a fin de que se solidifique.
Cuando la jalea del molde esté dura poner los gajos de naranja sobre ella por toda la superficie y a continuación cubrir con el resto de la jalea volviendo a meter en el frigorífico hasta que ésta segunda capa se solidifique totalmente.
Preparar mientras las tiras de piel de las naranjas y limones. Para ello, en otra cacerola echar agua y el azúcar, remover bien a fin de que se integre totalmente, poner al fuego e incorporar los trozos de piel de los cítricos dejando hervir aproximadamente unos quince minutos, hasta comprobar que las tiras de naranja y limón estén glaseadas.
A la hora de servir, desmoldar la tarrina, cortar un trozo, adornar sobre ése trozo con las pieles glaseadas y acompañar con la salsa de té y una ramita de hierbabuena.
Y yo sé que cerrando los ojos puedo estar mucho más lejos sin tener que caminar.