Domingo a las doce de la mañana. Íbamos en el coche mi madre, el novio de mi madre y yo. Volvíamos de hacer una pequeña visita al pueblo y hacía un día buenísimo, soleado, nada de frío, vamos…, un domingo perfecto. Así que pensamos que con semejante tiempo, teníamos que comer en la calle. Claro, el único problema era que el resto de 177.000 habitantes de Burgos habían pensado lo mismo. Así fue como conocimos La Galería y a continuación os relato cómo fue este periplo gastronómico.
Cogí el móvil por banda y empecé a llamar a todos los restaurantes del centro y nada, no tenían mesas. Pensando en posibles lugares, en recomendaciones y demás, el novio de mi madre se acordó de un sitio del que le habían hablado, pero que no estaba en la ciudad y mucho menos en el centro. Digamos que era una restaurante de extramuros, que es como comúnmente solemos decir en Cádiz, cuando se trata de un sitio que está fuera del centro, ya que en la ciudad gaditana, el casco histórico se encuentra amurallado.
Así es como en definitiva llegamos a La Galería. En realidad, es hotel y asador a la vez y se ubica en la autovía Burgos – Aguilar de Campo. Al entrar, para llegar hasta el restaurante hay que caminar hasta el fondo, donde el maître te recibe y puedes observar, además, como está el cocinero metiendo el lechazo en el asador.
En un primer momento, no íbamos a pedir lechazo, pero al verlo en una mesa, a mi madre se le antojó y caímos en la tentación. Vamos que tampoco pusimos mucha resistencia el resto, ¡jajajaja!. No obstante, primero tomamos una ensalada templada de angulas sucedáneas con gambas, como para ir preparando al estómago.
Después nos vinieron las chuletillas y el lechazo, todo acompañado de patatas fritas y ensalada. Aquí en Burgos es típico comer el cordero con una ensalada simplemente de lechuga, que ayude como a “bajar” la carne. Además, es típico también comerlo con un buen Ribera del Duero y pan de aceite, ambos productos de la tierra para hacer patria. La chuletillas estaban doradas, crujientes y en su punto. El cordero estaba muy rico también, muy bien hecho, asado, que no cocido y aunque el que hace mi madre es insuperable, este lechazo se equipara al que comí una vez en Aranda de Duero, que es el municipio más famoso para comer esta carne.
Como buenos campeones, nos acabamos el lechazo y aún teníamos hueco para el postre. Lo cierto es que cuando miré la carta de los postres me enamoré. No solo tenían los tradicionales, sino que tenían otros más vanguardistas cuyos nombres eran poesía. Por ejemplo: “Recuerdos de mi infancia”, que era un bownie de chocolate con nueces, sobre crema de Cola Cao y helado de galleta María. Me encantó el nombre.
No obstante, nosotros nos decantamos primero por una milhojas con crema y frutos del bosque junto con helado, una manzana asada y, obviamente, yo me pedí el postre más pedante posible, que era el llamado: “¿A qué huelen las flores?”. Lo sé, podía pasar dos cosas: por un lado, ser el peor postre de toda la historia o todo lo contrario. Finalmente, me arriesgué y pensé: “si la lío no será la primera vez, ¡jajajaja!”.
El veredicto al probarlo fue….¡DELICIOSO! Nunca pensé que me fuera a gustar, la verdad. El postre se trataba de una crema tostada con frutos naturales del bosque, sorbete violeta y almíbar de flor de hibisco. Entre el nombre y su apariencia, era un postre cien por cien repipi, pero estaba riquísimo. Me enamoré de él.
Luego terminamos con nuestro habitual café para bajar un poco la comida y pedir la cuenta, que ya os aviso que es un restaurante que hay que pagarlo. Os lo digo para que os hagáis a la idea, si un día estáis por Burgos y queréis probarlo. A continuación, os dejo mi habitual valoración.
Comida
Servicio
Presentación
Emplazamiento
Promedio
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