Un día 7 de Noviembre la vi por última vez, desde el quicio de su puerta, con su eterna sonrisa en sus labios, me decía adiós con la mano.
Han pasado los años desde que sin querer, sin darme cuenta, hace ya treinta y tres años en que maduré de golpe. No cuando me llamaron por teléfono, no cuando aún la veía como dormida vestida con aquel traje de Elisa Corpas que se compró con la ilusión de llevar unos meses antes a mi hermano al altar, ni tan siquiera cuando no la encontraba por la casa a pesar de que la llamaba y la buscaba con desesperación.
Maduré de golpe cuando ya asimilé que no la volvería a ver, ni a abrazar, ni a escuchar su voz, ni a oír su risa. Sí, no sé de donde saqué fuerzas, quizás de mi hijo, para asimilar que la perdí y que su ausencia me dejó un vacío intenso, doloroso, que aún hoy en día no sé ni puedo explicar con palabras; pero que poco a poco, con el tiempo he conseguido llenar con sus recuerdos.
Mi madre murió demasiado joven y le tocó vivir en su infancia y adolescencia una época durísima, difícil y complicada, en una Málaga de post-guerra, nació y creció en el seno de una familia de pescadores, humildes, pero luchadores.
Dentro de su mundo fue feliz pero a la vez fue muy sufridora; ama de casa criada a la antigua, mi madre fue modista, era muy buena costurera, buenísima hija, sacrificada esposa, amantísima madre, buenísima amiga y vecina. No puedo decir que fuese una persona moderna, aunque en su fuero interno sí que lo era, tenía una mente muy abierta a todo lo nuevo que ella, dentro de sus posibilidades, iba descubriendo intentando en gran medida inculcárnoslo a mi hermano y a mí.
Desde que tuve uso de razón yo era consciente de que ella era quien cuidaba de su casa, de su madre, de su marido y sobre todo de sus hijos, sin dejar atrás la costura con lo poco que ganaba con ella, poder pagarnos profesores particulares, colegios en verano o juguetes, libros o regalos en fechas determinadas. Porque todo hay que decirlo, a la mitad de las vecinas, amigas o familias no les cobraba, siempre había un pobrecita si no tiene ni para comer o un cómo le voy a cobrar si es….; le ponía dinero en hilos, botones y cremalleras a ése trabajo que ocupaba sus pocas horas libres.
Ella era la generosidad personificada en todos los sentidos, siempre tenía las puertas abiertas no sólo por la costura, también por su cocina. Era muy buena cocinera y quien entraba en su casa, aunque llegara sin avisar no se iba sin comer, sin probar sus platos tradicionales malagueños, marengos.
Mi madre era feliz viéndo disfrutar en su mesa a los demás, había que ser capaz de comerse un primer plato, un segundo o dos y no podías dejar atrás la fruta. Y de noche, un buen tomate picao con ajitos, con aceite de Periana y sus papas a lo pobre con huevos estrellados.
Y yo, mamá, recojo tu testigo, me encanta cocinar tal y como tu hacías, me gusta sentar a los míos a la mesa, verles disfrutar de la comida; recojo el testigo de que cuando alguien llega a casa disfrute aunque sea de un vaso de agua; recojo el testigo de recordar a todo el mundo lo buena y lo dulce que eras, recojo el testigo de recordarle a mi hijo, a Alejandro cuanto le quisiste, como le cuidaste durante sus dos primeros años de vida; recojo el testigo de hacerle llegar a tus tres nietas (mi hija Estefania y a las hijas de mi hermano, Patricia y Elena) aunque no te conocieron, que tuvieron una abuela maravillosa. Recojo también el testigo del cariño de aquellos que aún me recuerdan lo buena y cariñosa que fuiste.
Muchas personas pueden interpretar ésta entrada de hoy en Mi Cocina como algo rebuscado de mi pasado, pero es que mi pasado (nuestro pasado), mi presente y mi futuro también está lleno de ella, de mi madre. Recordarla, aunque muchísimas veces me cuesta lágrimas y nudos en la garganta, siempre acaba en una sonrisa, imitando ésa sonrisa que siempre afloraba en sus labios.
Con los años me he dado cuenta de que no la he perdido, de que está en la sonrisa de mi hija, en mis manos, en los aromas que desprenden los platos de mi cocina, en el mar…..siempre la mar.
Mi madre, Francisca, era la dulzura personificada, vivió y vivía para los demás, para quienes la rodeábamos y hoy, sonriendo aunque con lágrimas en los ojos, merece que la recuerde como ella era y le gustaba, canturreando, cosiendo, riendo, añorando su dulce mirada, pero sobre todo, en éste momento… cocinando como ella sólo sabía hacer. Con una receta que ella bordaba: unas papas a lo pobre.
Así, era como las preparaba, de hecho publiqué la receta por primera vez en el año 2010 y aun las sigo haciendo exactamente igual, pero si me lo permiten, vuelvo a publicarla en honor a mi madre y explicando con más exactitud el paso a paso.
¿Cómo las hice?
Ingredientes para dos personas:
Tres patatas grandes, un pimiento verde (tipo italiano), media cebolla grande blanca dulce (fresca, tipo cebolleta), dos huevos, aceite de oliva virgen extra y sal.
Los pasos a seguir:
Pelar las patatas y cortarlas en rodajas medianas, aproximadamente de medio centímetro de grosor. Salarlas al gusto.
Enjuagar el pimiento y cortarlo en tiras alargadas. Pelar la cebolla e igualmente cortarlas longitudinalmente.
Poner la sartén al fuego con abundante aceite de oliva virgen extra, cuando haya cogido algo de temperatura, echar las patatas, la cebolla y el pimiento y dejar que se vayan haciendo poco a poco, a fuego suave.
Ir removiendo de vez en cuando, dándoles la vuelta, cuidando de que no se rompan, ni que se quemen.
El truco de estas patatas es que queden entre fritas y cocidas, con cuidado de que no se peguen, ni se quemen como mucho algunas de ellas ligeramente doradas en los bordes y que su textura sea untuosa y que se deshagan en la boca.
En ése momento echar los huevos sobre el refrito,
salar al gusto y romperlos con la espumadera,
dejando que se vayan cuajando, removiendo y dándoles la vuelta a fin de que se cuajen uniformemente.
Ideal para acompañar platos de carnes, pescados a la plancha o sencillamente con un tomate "picao"
Nunca mueres del todo si te recuerdan, a mi madre yo la recuerdo todos los días de mi vida.
Un día 8 de Noviembre de 1983 se despidió de mí, con una gran sonrisa en sus labios, sin que yo llegara a intuir en ése momento que era un adiós, un hasta siempre…
Tal y como cantaba uno de sus cantantes favoritos, Jorge Sepúlveda, miro al mar y sueño que ella está junto a mi….
Bajo el palio de la luz crepuscular,
cuando el cielo va perdiendo su color,
quedo a solas con las olas espumosas
que me mandan su rumor.
Ni un lejano barquichuelo que mirar,
ni una blanca gaviota sobre el mar...
Mirando al mar soñé que estabas junto a mi,
mirando al mar yo no sé qué sentí que acordándome de ti lloré….