Este clásico de Semana Santa, pese a ser uno de los postres más antiguos de los que se tiene constancia, sigue en plena forma, asomando la cabeza en la carta de postres de muchos restaurantes de España. Incluso algunos chefs han apostado por refinarla, vestirla y dignificarla.
Realmente, su invención tampoco podría atribuirse a un sumo prodigio de los fogones, a una mano divina que vino a revolucionar el panorama gastronómico, sino más bien a la mera necesidad de reutilizar sobras del día anterior.
No es de extrañar que alguien llegara a resolver un plato similar a la torrija de manera fortuita en muchos rincones del globo. En Francia disfrutamos, por ejemplo, del pain pardu.
La primera datación nos lleva al siglo IV - V, y nos sumerge en el ya mencionado en otras ocasiones De Re coquinaria, un tratado firmado por Marco Gavio Apicio.
Aquí se recogen unas pronto torrijas formuladas de maneras distintas, una de ellas muy parecida a las actuales. Se coge el pan habiendo previamente eliminado la corteza, se remoja en leche y se fríe, culminando en un baño de piel, prescindiendo de huevos y azúcar.
No obstante, las torrijas no cogen su cuerpo actual hasta hace bien poco, con la accesibilidad del azúcar que hasta el siglo XIX fue considerado un lujo.
Del mismo modo, la leche era un bien escaso, por lo que resultaba frecuente verlas empapadas en vino.
Durante muchos años se consideró un manjar con el que agasajar a las parturientas y los invitados que se acercaban a visitar al recién nacido.
Más tarde, y fruto de los azares del destino y el abaratamiento de los productos de consumo, las torrijas pasaron a engrosar el repertorio gastronómico de la Cuaresma, mientras que en otras zonas quedaron ligadas a las Pascuas, como en Cantabria.
Cómo hacer torrijas de leche tradicionales con miel
El siglo XIX abre paso a la tradición actual, incorporando, ahora sí; la leche, la canela, el huevo, el azúcar y el pan sentado, además de un poquito de miel si nos gusta.
Cualquier día es propio para llevar a cabo unas deliciosas torrijas, así que vamos allá con esta tradicional receta
Ingredientes:
Rebanadas de pan 12
Leche de vaca entera 750 ml.
Azúcar blanquilla 70 g.
Canela en rama 1 unidad
Piel de limón 1 unidad
Huevos M 2 unidades
Aceite de oliva virgen extra 0.4º
Agua mineral 100 ml.
Miel 100 ml.
Elaboración:
Antes de nada tendremos que perfumar la leche, realizando para ello una infusión. La verteremos en un cazón junto al azúcar, la piel del limón sin el albedo, y la ramita de canela. Como muchos sabrán, el albedo es la parte blanca que se encuentra bajo la piel, y que posee un acentuado sabor amargo. Llevaremos el cazo a unos 90º tratando de evitar que hierva.
Lo retiraremos del fuego y dejaremos que repose. Un truco en el que suelo insistir cuando se trata de integrar sabores y aromas en un medio líquido, consiste en poner un film transparente en la boca del cazo, impidiendo que los compuestos volátiles se fuguen. Cuando se haya enfriado por completo, la pasaremos por un chino desechando los sólidos.
Cortaremos el pan en rebanadas de aproximadamente un centímetro y medio o dos centímetros de grosor. Acomoda remos las rebanadas en una fuente amplia y con cierta profundidad. Regaremos profusamente con la leche, dejando que absorban la leche por unos segundos, repitiendo la operación por la otra cara. Más tiempo haría peligrar su integridad estructural.
Entretanto, prepararemos un baño de agua miel. Mezclaremos el agua y la miel en una reductora y a fuego medio lo cocinaremos cinco minutos. El resultado será un almíbar de cierta densidad que tendrá que atemperarse unos minutos. Seguidamente, batiremos los huevos en un plato hondo, al mismo tiempo que colocamos una parisién, o una sartén honda en su defecto, al fuego con aceite de oliva.
Como siempre os sugiero, cuando se trata de freír lo mejor es ser generosos con el aceite, principal premisa para que el producto no se empapuza de grasa. Calentaremos el aceite a fuego medio, debiendo alcanzar alrededor de 180º. Pasaremos las rebanadas de pan por el huevo con suma delicadeza, cerciorándonos de que quedan bien cubiertas.
Sumerge las torrijas en el aceite en todas pequeñas, lo que te permitiría mantener el aceite a una temperatura constante más fácilmente. Fríelas por una cara un minuto, y luego dale otro minuto por la otra. Dado que se trata de pan, tenderá a flotar irremediablemente. Buscamos un color ligeramente dorado, más cercano al ámbar que al caramelo.
Preparemos un plato grande con papel de cocina absorbente, y con una araña iremos traspasándolas al mismo escurriéndolas con garbo. Una vez fritas todas, y habiéndolas dejado atemperar unos minutos, las tupiremos con el baño de agua miel que teníamos reservado. Existen algunas pautas a seguir que marcarán la diferencia, garantizándonos unas torrijas geniales.
Lo primero, claro está, el pan. En las panaderías venden panes específicos para las torrijas, sobre todo en Semana Santa. Si no pudiéramos acceder a uno de ellos, optaríamos por un pan consistente, con mucha miga y pocos alveolos. Los panes con una mayor proporción de agua se deshacen con una facilidad pasmosa en cuando se empapan con la leche.
Tampoco debemos descuidar la calidad del aceite, que será de oliva, de primer uso y, por supuesto, baja acidez, para lo que se utiliza mucho el Arbequina. En caso de que consideremos un gasto excesivo freír las torrijas con aceite de oliva, podríamos emplear girasol alto oleico. Escurrir correctamente las torrijas una vez fritas nos asegurará un bocado más ligero.
Como sugerencia de presentación, te propongo servir una torrija junto a una bola de helado de vainilla. Se trata, al igual que los churros, de una masa bastante neutra, que combina con infinidad de cosas. Desde el mencionado helado, hasta un crumble que nos permite jugar con las texturas, pasando por el ácido de alguna fruta buscando el contraste.
¡Qué aproveche!
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