Son típicos de Cataluña, aunque pueden encontrarse de manera habitual en Valencia, Baleares o Aragón, e incluso fuera de nuestras fronteras, en Italia, donde se les conoce como cantucci di prato.
Pese a que se trata de un dulce con reminiscencias medievales, su origen directo data de finales del siglo XIX, en la región de Alt Pedenès, donde varias familias rescataron algunas recetas encontradas en la Espluga de Francolí.
La receta, que se ofrecía a los visitantes del lugar como una exquisitez, estaba profundamente arraigada a la tierra, pues los almendros del entorno, entregaban sus frutos para elaborar la pasta en los hornos de leña.
En Valencia, se los conoce como rosegones, parecidos, pero no idénticos, mientras que los carquinyols menorquines emplean almendra molida.
Lo que convierte a los carquinyolis en algo especial, es su proceso de doble horneado, el primero para cocer, y el último para secar, lo que le otorga ese crujiente increíble.
Se atribuye su popularización a Ricard Farré Climent que, en 1917, fundó Rifacli, una empresa encargada de elaborar, entre otras cosas, abanicos, tubulados bañados en chocolate, barquillos y crepes, amén de los mencionados carquinyolis.
Cómo hacer Carquinyolis
Si en zona no están disponibles, o te apetece consumirlos en otra época que no sea la navideña, no puedes perderte la siguiente receta.
Te prometo que son muy sencillos de hacer, y que el resultado, nada tendrá que envidiarle a los de la icónica pastelería Rifacli.
¡Manos a la masa!
Ingredientes:
Almendra Marcona cruda 80 g.
Huevos M 2 unidades
Harina de trigo para repostería 150 g.
Naranja (ralladura) 1 unidad
Azúcar blanquilla 90 g.
Levadura Royal 10 g.
Sal fina
Elaboración:
En un bol cascaremos los 3 huevos, seguidos del azúcar, una pizca de sal y rallaremos la piel de una naranja con el microplane, evitando rascar el albedo, o sea, la parte blanca. Batiremos el conjunto, preferiblemente, con unas varillas eléctricas
, aunque podrían valernos unas manuales. Al igual que en otras elaboraciones, buscamos blanquear le mezcla, es decir, que espume y palidezca.
Aparte, en otro bol, tamizaremos la harina junto a la levadura y la canela, e iremos incorporando los secos a los húmedos poco a poco, al mismo tiempo que removemos con una espátula o lengua, logrando una masa perfectamente homogeneizada. Por último, añadiremos las almendras que habremos mantenido a remojo previamente unos 30 minutos, con el objetivo de ablandarlas un poco.
Enharinaremos bien la mesa de trabajo, para lo que siempre suelo recomendar harina de arroz, más terrosa y con menos propensión a integrarse en la masa. Volcaremos la masa sobre la mesa y formaremos una barra compacta, de unos 5 cm de ancho, y ligeramente aplanada. Observaréis que se trata de una masa poco húmeda y, por lo tanto, muy fácil de trabajar.
Dispondremos la barra sobre un papel de hornear o silpat, y a su vez, la colocaremos sobre una bandeja de hornear. Precalentaremos el horno a 180 °C, con calor arriba y abajo, e introduciremos la bandeja cuando haya alcanzado la temperatura, contando a partir de ahí 20 minutos. El aspecto que deben lucir es dorado en el exterior, ligeramente, no excesivo, o en el segundo horneado podría quemarse.
Transcurrido el tiempo, la sacaremos del horno, y cuando aun esté caliente, las cortaremos en rebanadas de entre 1 y 2 cm., usando para ello un cuchillo bien afilado, lo que nos permitirá cortar las almendras y evitar que la masa a medio cocer se desmorone. Nuevamente, dispondremos esta especie de galletas sobre un papel de hornear o silpat, y a la misma temperatura, las hornearemos 4 minutos.
Finalmente, les daremos la vuelta, y repetiremos el mismo proceso. Deben quedar secas y ligeramente doradas, con una corteza no demasiado pronunciada, similar a la de una barra de pan. Antes de consumir, lo dejaremos enfriar. Dado que se les ha desprovisto de toda humedad, son capaces de aguantar sin enranciarse o endurecerse hasta 1 mes, guardados, eso sí, en un tarro hermético.
¡Qué aproveche!
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