Lady Tremain, la madrastra de Cenicienta
Observando el cadáver de su marido, su memoria vuela al instante en que se dio cuenta de que lo único que la sacaría de la miseria sería su ambición.
Cuando Lady Tremain se casó en segundas nupcias con aquel comerciante rico y bueno, se le abrió el cielo.
Aleccionó a sus dos hijas y les hizo saber que con aquel hombre, se jugaban el resto de sus días.
De nada les sirvió: la peor noticia que podía recibir llegó.
De nuevo, la desgracia azotaba su vida. Sin un hombre rico a su lado, con dos hijas poco agraciadas a las que mantener y casar, todo se complicaba.
¡Con todo lo que había hecho para llegar hasta aquella casa!
Tenía que volver a urdir un plan, y que el príncipe estuviera en edad de casarse y y para encontrar esposa se estuviera preparando un baile como no se había visto nunca, era una buenísima oportunidad que ninguna de las tres podían dejar escapar.
De lo que no tenía porqué preocuparse, era de su hijastra.
Se había quedado desolada tras la muerte de su padre. Ese hecho y que ella, su madrastra, la cargara de tal manera de tareas de la mañana a la noche, acabó por convertir a aquella niña bella y de gran corazón, en poco menos que la peor de las criadas, sucia, desharrapada y sin voluntad.
Aunque Lady Tremain se sorprendió cuando, desde Palacio, invitaron también a su hijastra, no le supuso problema alguno.
Era tal el trabajo que le encomendó aquel día, que le resultaría imposible acabar con todo, conseguir un vestido a la altura de aquel baile y adecentarse para la ocasión.
Antes de salir hacia el baile, Lady Tremain echó una última mirada a aquella niña y tuvo que reconocer que, a pesar de su aspecto, era una preciosidad, que no se atrevía a comparar con sus hijas. Se le encogió un poco el corazón pensando que tal vez ella misma había contribuido a esa fealdad. ¿Acaso se podía reflejar en el rostro y en el cuerpo la ruindad?
Fue sólo un pensamiento fugaz, del cual se recompuso enseguida subiendo al carruaje que las estaban esperando y que las llevarían al gran baile. Ese baile, del que pretendían sacar los réditos necesarios para asegurar su futuro. No sería la primera mujer que debía desposarse varias veces. Las necesarias para una mujer ambiciosa y sin recursos propios.
Las tres, hermosamente vestidas. Lady Tremain, encarando el camino, sus hijas enfrente.
Ellas las observa y la desazón que ha sentido hace unos minutos, se convierte en rabia contenida; no sólo son feas, los excesos de la comida hacen estragos en sus siluetas. Los vestidos, en los que se marcan demasiado las costuras, lucen sin gracia en aquellos cuerpos sin forma.
Discuten entre ellas. Ni siendo hermanas se demuestran cariño. No teniendo a su hermanastra como diana de sus maldades, entre ellas se lanzan puyas envenenadas. Sólo la fría mirada de su madre hace que callen y recompongan sus vestidos.
Se le hace difícil mirarlas sin sentir una pizca de rechazo.
Con esa idea, llegan al Palacio.
Los lacayos se afanan en recibir, según el rango, a las decenas de personas que se aglomeran en las majestuosas escalinatas.
Dentro, una larga cola conforma el besamanos.
Avanzan lentamente de una estancia a otra. Luces, oro, cristal y ropajes. Lujo a raudales que exacerba la codicia de la mayoría de los presentes. Todos están ahí con un único objetivo. Unos, hacerse más ricos de lo que son. Los otros, ser tan ricos como los primeros.
Sus hijas avanzan a saltitos, los nervios y la emoción no las dejan estarse quietas.
Lady Tremain las mira una vez más. Un nudo en el estómago es la certeza clara que aquel baile no será provechoso para sus hijas. ¿Quién se fijaría en ellas? Parecen dos gansos cebados, a punto de ser sacrificados en la cena de navidad.
Gira la cabeza y se ve reflejada en un gran espejo. El marco de oro la deslumbra. Sólo aquel espejo vale una fortuna, eso piensa mientras da un toque suave a su recogido y coloca sobre su hombro el tirante que se le ha deslizado un centímetro.
Ha logrado mantener la figura a pesar de los años y de los excesos.
Siempre fue guapa, por eso no entiende a quién han salido sus hijas.
Echa un vistazo a la cola, que apenas ha avanzado y vuelve la mirada al espejo.
Ahora que se observa bien, le parece que la nariz se ha curvado un poco, dándole aspecto de pájaro. No recuerda tener la barbilla tan puntiaguda, ni los ojos tan pequeños.
Mira a su alrededor, como pillada en falta y sonríe, sabe que eso suavizará sus rasgos.
Vuelve el mismo pensamiento que al salir de casa. ¿Un corazón negro se refleja en el rostro de las personas?; piensa en su hijastra, sucia y consumida por el dolor por la pérdida de sus padre, y la ve hermosa. Cierra por un momento los ojos y sacude la cabeza para deshacerse de esos pensamientos.
Esa noche, Lady Tremain, se llena de certezas; sus hijas no encontrarán maridos si no son muy ricas, y que ella, será la que tenga, de nuevo, que sacrificarse.
Tantos pensamientos han ocupado su mente, que no se da cuenta que el Rey tiene su mano entre la suya.
Con la primera copa de champagne, intenta relajarse y encontrar a la víctima perfecta. Viejo, elegante, poco agraciado. Eso siempre le ha funcionado. No entiende por qué hoy le asaltan tantos pensamientos funestos.
En eso está, cuando la entrada de una bella joven eclipsa las conversaciones de todos los presentes. Nunca nadie vio mujer tan perfecta.
Tenía razón, como siempre, piensa en ese preciso instante Lady Tremain.
Sabe lo que ocurrirá ahora, o mejor dicho, lo que no ocurrirá, y vuelve a mirar a sus dos hijas que están igual de extasiadas que los demás por la visión de aquella belleza.
Mirarlas y verlas tan feas, tan estúpidas y tan indefensas, la enciende de odio. Ese odio profundo y lejano en el tiempo. Creía que sólo odiaba a su hijastra pero, en su fuero interno, ha sabido siempre, que ese odio ya existía dentro de ella mucho tiempo antes que apareciera Cenicienta.
La ambición creció a la par que el odio.
Cada paliza de su padre hizo crecer el odio. Día tras día, se juró que saldría de aquel hogar oscuro y apestoso.
Cada vez que sentía el cuerpo hediondo de su primer marido, borracho y bruto, crecía el odio y pensaba que la ambición era eso, aguantar y soportar.
Igual que sabía que debía casarse para conseguir lo que ella merecía, también sabía que debía tener hijos.
Tener a sus hijas en brazos no hizo brotar el amor.
Su alma era negra desde su infancia, podrida por las circunstancias.
Entre tanta negrura, ahí, tuvo que camuflar el odio, junto con el despareció, el asco y la rabia.
Nunca se sintió madre.
Por eso, cuando ahora las mira, embutidas en sus espantosos vestidos, con esos peinados que comienzan a deshacerse y tanto saltito ridículo, las compuertas de su alma se desbordan.
Madrastra, si, mil veces madrastra. Así se siente. Perversa, odiosa y ambiciosa.
En esas divagaciones de mujer enloquecida, se da cuenta que algo está ocurriendo; exclamaciones y grititos, se extienden por los salones.
El príncipe sostiene entre sus manos un zapato de cristal.
De vuelta a casa, sus hijas, exaltadas, se entrecortan una a otra; las dos quieren dar detalles de lo ocurrido.
La mujer hermosa Salió corriendo, perdió un zapato, nadie sabe quién es ni de dónde ha salido. El príncipe ha decidido probar el maldito zapato a todas loas mujeres del reino.
Entre todo el parloteo mareante de aquellas dos hurracas que tiene por hijas, con eso se queda.
Una oportunidad, sólo necesita un poco de suerte, suplica Lady Tremain para si misma.
Que se casen sus hijas, que a ella la dejen bien acomodada, nada más, sólo pide eso. No necesita un hombre nunca más. Rodeada de lujo y de silencio. Una viuda respetada y rica.
El Príncipe hace lo que ha prometido: remover cielo y tierra para encontrar a su amada desconocida.
Todo se precipita. De nuevo la vergüenza y el odio se apoderan de Lady Tremain, cuando ve los esfuerzos para que aquel ridículo zapato encaje en los pies gordezuelos y deformes de sus hijas.
Su hijastra brilla entre tanta mugre; la que arrastra en su vestido y la que destilan ella misma y sus hijas.
Al encajar el zapato en el delicado pie de Cenicienta, el futuro de las tres desaparece, como ha desaparecido los fastos del baile con su brillo y su música; el tiempo de vivir rodeada de lujos se desdibuja conforme el carro que las lleva al destierro se aleja.
Y vuelve el odio a sus entrañas, le transfigura el rostro a Lady Tremain.
Ni en el peor de los futuros se puede deshacer de aquellas dos, que ya no siente que sean sus hijas.
INGREDIENTES
250 g de leche
1 cucharada de vinagre de vino blanco
250 g de harina
1 cucharadita de levadura
Media cucharadita de bicarbonato
Media cucharadita de sal
90 g de mantequilla en pomada
200 g de azúcar
2 huevos a temperatura ambiente
1 cucharada de esencia de vainilla
Para el relleno y la cobertura
200 g de nueces
200 g chispas de chocolate
50 g de azúcar
ELABORACIÓN
Trocear las nueces
Mezclar las nueces, el chocolate y el azúcar. Reservar
Añadir el vinagre a la leche. Reservar
Tamizar la harina, el bicarbonato y la levadura. Reservar
En un bol, batir el azúcar y la mantequilla. 2-3
Añadir los huevos de uno en uno. Batir hasta integrarlos
Añadir la vainilla. Batir
Añadir la harina en tres tandas alternando con la leche. Batir con movimientos envolventes
Preparar la cubeta
Pulverizar con spray desmoldante
Forrar la cubeta con papel horno y que suba por las paredes 3-4 dedos
Verter la mitad de la masa en la cubeta
Colocar la mitad de la mezcla de nueces, cubriendo la masa
Verter el resto de la masa
Menú Horno 40, válvula abierta + tapa abierta (Ver vídeo Aquí )
Colocar el resto de la mezcla de nueces cubriendo el bizcocho
Tapa horno 5, vigilando que no se quemen las nueces ni se derrita demasiado el chocolate
Dejar enfriar antes de desmoldar
Receta adaptada de El gato goloso