Como madre de un niño de cinco años, he aprendido que haré siempre cualquier cosa por él.
Así que cuando le pregunté a mi hijo que quería por su cumpleaños y me contestó “quiero un pingüino, mamá”, supondrán que en ningún momento pensé en regalarle un pingüino de verdad.
Eso si, cuando en unos meses mi hijo Marcos celebrara su quinto aniversario, tendría el pingüino de peluche más grande y hermoso del mundo.
Así que, como madre previsora, al día siguiente localicé una juguetería en el centro y compré el pingüino de peluche que haría las delicias de mi hijo y las mías al verle la cara de felicidad.
Aquel pingüino era perfecto. Blanco y negro, un metro de altura y tan suave y esponjoso que te daban ganas de abrazarlo y no soltarte de él.
Empecé a preocuparme el día que Marcos y yo pasamos delante del escaparate de la juguetería en la que había comprado el pingüino.
Un pingüino idéntico al que estaba en casa envuelto para regalo estaba expuesto en el centro de aquella vitrina. Con su pelaje esponjoso, acaparaba la mirada de los niños que pasaban por allí.
Con la ingenuidad que siempre me ha caracterizado, me planté delante de aquel escaparate y le señalé a Marcos el que sería su regalo.
- Mira, Marcos, el pingüino que quieres
- No, este es de juguete, yo quiero un pingüino de verdad
Por mucho que le expliqué a mi hijo la imposibilidad de tener un pingüino de verdad en casa, no entraba en razón. Cuando ya creía que lo había entendido, volvía a las andadas con su infinita curiosidad por saber qué le íbamos a dar de comer, dónde dormiría su pingüino, si lo podríamos llevar a pasear, al cole, en coche, al parque; y así hasta la extenuación.
No quería fracasar como madre, esa era la verdad. Marcos ya había pasado por la muerte de su padre y yo sólo quería compensarle por esa pérdida y todas las pérdidas de su futura vida.
Por lo tanto, si mi hijo Marcos me pedía un auténtico pingüino de Madagascar, en mi cabeza sólo cabía dárselo.
Aquel año aún no había disfrutado de mis vacaciones. De hecho, llevaba tres años sin hacerlo.
Hablé con mi jefe y con mis padres, y quedó todo organizado para que me pudiera ir de viaje con la tranquilidad de que mi hijo estaría en buenas manos y yo pudiera viajar a Madagascar en busca de un pingüino para mi hijo.
Algunos me diréis que en qué estaba pensando, si no pensaba con claridad, que qué íbamos a hacer con un pingüino en una casa.
A toro pasado es fácil hablar.
Soy igual de ingenua que impulsiva.
Aprendí muchas cosas de aquel viaje; entre otras cosas, que no hay glaciares, que no hay pingüinos y que no siempre hace frío en Madagascar.
Cuando llegué al aeropuerto de Ivato, me recibieron como una bofetada sus treinta grados a la sombra.
Al agente de la agencia de viaje se le pasó por alto darme ese tipo de detalles; así que con mi jersey de lana de cuello vuelto, mis botas para la nieve, mi abrigo para soportar temperaturas extremas y una maleta con ropa que no me serviría en los quince días que iba a durar mi estancia, hice mi entrada triunfal en Antananarivo.
Había gastado un dineral en aquel viaje; lo único bueno era que el dinero destinado a la compra del pingüino volvería conmigo a casa.
A los dos días de estar en Madagascar y darme cuenta que la finalidad de mi viaje no se iba a hacer realidad, empecé a disfrutar de verdad.
Descubrí un país maravilloso. Aquella isla, con sus lagos y sus reservas naturales, me atrapó como nada lo había hecho hasta aquel momento.
Ni que decir tiene, que cada día llamaba a mi hijo y me inventaba, para su tranquilidad pero no para la mía, mil y una aventura en las que yo era la protagonista. Todo para conseguirle su ansiado pingüino; en aquellos quince días subí las montañas más escarpadas, luché con terribles esquimales, navegué entre gigantescos icebergs.
A través el teléfono percibía la emoción de Marcos. Me estaba convirtiendo en su heroína y eso no tenía precio para mi.
¿Cómo decirle que no había pingüino ni había heroína?
En lugar de que la preocupación me corroyera, me dejé llevar y disfrutaba de cada hora que me quedaba por pasar en aquel país.
Si me había ido a la otra punta del mundo en busca de un pingüino para mi hijo, bien se me podía ocurrir algo antes de llegar a casa con las manos vacías.
Llegué a casa de mis padres la víspera antes del cumpleaños. Mi hijo dormía, así que lo dejé con sus abuelos para poder descansar unas horas antes de la colosal decepción que le iba a infringir.
Me pasé la mañana siguiente lidiando con los preparativos de la fiesta que aquella misma tarde se celebraría en el jardín de casa; vivía aquellas horas previas resignada a defraudar a mi hijo de cinco años, a contarle que su madre era una gran mentirosa y que lo único que había hecho, era disfrutar de unos días de puta madre -esto último no se lo diría, no había necesidad de enseñarle palabras feas-
Tampoco le diría que su madre era una inconsciente por querer conseguir la luna para él, si hiciera falta; una inconsciente por creerse unos dibujos animados, por no tocar con los pies en la tierra; no le diría que había sido muy feliz sin él durante esos quince días; nunca le diría que todas aquellas que le conté por teléfono desde Madagascar, se las había inventado su madre para sentirse una heroína; no le diría nunca que tenía miedo; miedo a que me dejara sola como me dejó su padre; a no ser lo bastante buena madre para él.
Serían muchas cosas las que me callaría, eso lo tenía claro.
Me presenté ante él, con el enorme pingüino de peluche y nada más.
- Ten, hijo- le dije con el corazón encogido por la emoción de volverlo a ver y por la expectación.
- ¡Mamá!- gritó loco de contento, abrazándome como siempre lo hacía.
Feliz de volver a verme, sin dejar de hablar, emocionado por todo lo que veía en aquel jardín y que su madre había preparado con tanto mimo.
Disfrutó aquellas horas como yo había disfrutado de mis quince días de vacaciones.
A la hora de acostarse, con el pingüino observándonos desde una esquina de su cuarto, creí que había llegado el momento de darle una explicación.
- ¿Sabías que en Madagascar no hay pingüinos, mamá? Este pingüino es muy grande, es el mejor regalo que he tenido hoy.
Y de la misma forma que aprendí que en Madagascar no siempre hace frío, que no hay pingüinos y que no hay glaciares, aprendí que un niño de cinco años puede ser la persona más sabia; desde luego más que su madre, que soy yo, seguro.
Y así abrazados, pasamos la noche.
INGREDIENTES
1 col mediana
1 cebolla
1 diente de ajo
300 g de salchichas de cerdo
2 cucharadas de perejil
4 huevos
200 ml de crema de leche
Sal
Pimienta
Aceite
ELABORACIÓN
Cortar las salchichas a trocitos
Picar la cebolla y el ajo finamente
Cortar la col a trozos pequeños, retirando las partes duras
Poner aceite en la cubeta
Menú Cocina
Dorar las salchichas
Retirar. Reservar
Rehogar la cebolla, el ajo y la col
Añadir las salchichas, el perejil
Salpimentar
Remover y retirar de la cubeta
En un bol, batir los huevos con sal y pimienta
Añadir la crema de leche
Añadir la mezcla de col
Mezclar bien
Pulverizar con spray desmoldante un molde que quepa en la cubeta
Verter la masa en el molde
Colocar el molde dentro de la cubeta con una base de silicona en el fondo
Menú Horno 30 con válvula y tapa abierta (Ver vídeo Aquí)
Tapa Horno para dorar al gusto
Receta adaptada de Petit chef
Consejos de La Farsa
*Si no tenéis un molde para introducir en la cubeta, verter la mezcla directamente en la cubeta forrada con papel de horno.