Todo cambia y nada permanece. Y no habría belleza, ni danza, ni movimiento si las estaciones no alborotaran los colores y el follaje de los árboles no se desprendiera amarillo en el atardecer (Gioconda Belli. Poeta y novelista).
Caía la tarde, salí al porche y sentí el frío en mi piel. Crucé los brazos y me dejé caer sobre el áspero hierro de la balaustrada del porche mientras miraba el cielo; un cielo que se mostró con majestuosidad, se tiñó de un particular amarillo mientras el Sol se escondía detrás de la solitaria araucaria, pinceladas de naranjas y doradas eran adornadas por las negras golondrinas que revoloteaban raudas y veloces alimentándose mientras volaban.
Escuchaba su trisar, ése chirrío agudo que se unía al suave y melodioso canto de los mirlos. De fondo el arrullo alto y penetrante de las tórtolas acompañado por los sencillos trinos, reclamos de los bulliciosos gorriones, chip chip chip repetidos insistentemente.
Ningún otro sonido rompía ése momento de embrujo en mi calle, ni el viento, ni las hojas de los árboles tintineando unas con otras; ni coches, tampoco las voces de mis vecinos, ya no había palmadas a las ocho de la tarde como hacía más de sesenta días, ya nadie cantaba el “resistiré” en los patios y jardines, ni en los balcones cercanos, ya sólo escuchaba ésa otras música, el canto de los maravillosos pájaros que me rodean, que me animan, que me invitan a volar, a soñar, a disfrutar de la vida.
Éstos días de “confinamiento” he sentido la imperiosa necesidad de llenar de colores mis platos, las recetas que he preparado, hacerlos alegres y divertidos, mientras continúan los días en los que #YoMeQuedoEnCasa. Aún no sé si ésos alegres, coloridos platos me lo pedía el cuerpo o el espíritu.
Estoy totalmente convencida que los colores influyen sobre el estado de ánimo e incluso en el comportamiento, también son capaces de influir sobre la fisiología. No hay que olvidar que a la hora de comer, el primero que entra en juego es la vista, la comida entra por los ojos: la forma, las texturas, los aromas y el color, activan recuerdos, emociones y lógicamente seducen el apetito.
Y la tarde de éste último domingo me inspiró, el amarillo, el color del cielo de un atardecer, de una puesta de sol se dibujó, se plasmó en ésta SOPA O CREMA DE MANGO CON CEBOLLA ESPECIADA Y PISTACHOS.
¿CÓMO LA HICE?
INGREDIENTES PARA DOS PERSONAS:
1 mango grande maduro, media cebolla pequeña (blanca dulce), una ramita de cilantro fresco, 50 grms. de pistachos pelados, media cucharada pequeña (de café) de pimienta rosa en grano, una cucharada pequeña de jengibre en polvo, seis semillas de cardamomo, sal, dos cucharadas de zumo de limón, aceite de oliva virgen extra.
LOS PASOS A SEGUIR:
Pelar el mango y cortar la pulpa en trozos (reservar dos o tres trocitos cortado en forma de cuadrado para decorar).
Echar el mango en el vaso de la batidora junto con el zumo de limón y salar al gusto, pasar a máxima potencia hasta conseguir una crema lo más fina posible. Reservar en el frigorífico.
Mientras cortar la cebolla en juliana y reservar.
En un mortero echar las semillas del cardamomo, los granos de pimienta rosa, el jengibre en polvo y machacar las especias.
Poner una sartén al fuego con dos cucharadas soperas de aceite de oliva virgen extra, una vez que esté caliente incorporar los trozos de cebolla, los pistachos troceados y la mezcla de especias, salteando durante unos dos minutos aproximadamente (hasta conseguir que la cebolla esté doradita, con cuidado de que no se llegue a quemar). Mantener caliente.
Sacar la crema de mango del frigorífico y emplatar, repartir sobre ella el refrito de cebolla, especias y pistachos troceados, el cilantro, los trozos de mango y regar con unas gotas de aceite de oliva virgen extra
La alimentación es una emoción, una necesidad que se transforma en emoción” (Miguel Sánchez Romera. Chef.)