Cuando conseguimos por fin a un aparato de televisión decente y un vídeo yo ya tenía ventipico años. A esa edad vi Casablanca, y a partir de ahí me pude resarcir y ver todo el cine clásico que había soñado. Pensándolo ahora con la distancia de los años, creo que no fue tan mala cosa; pude ver películas impresionantes cuando estaba sobradamente preparada para disfrutarlas.
Aunque el cine de mi infancia es el ochentero -soy hija de E.T, Los Goonies e Indiana Jones– tengo una debilidad especial por el cine clásico. Disfruto cada minuto rodado por Howard Hawks, Alfred Hitchcock o Billy Wilder, y cuando vemos en casa Singin’ in the rain con mis hijas no puedo quietarme la sonrisa durante toda la película.
Por eso, porque me encanta que el cine me entretenga, la producción sea bonita y los personajes me atrapen; por eso mismo me declaro fan de La La Land. Porque es una película bonita, una historia sencilla que habla de temas atemporales –qué difícil es alcanzar los sueños sin dejar nada valioso en el camino-, una película dirigida por un chico joven que no ha reparado en gastos para hacernos soñar.
Si me preguntasen ahora mismo qué película me hubiese gustado protagonizar, diría sin duda que Memorias de África, por aquello de que Robert Redford me lave la cabeza durante un safari. Pero no me molestaría nada pasar unos cuantos meses de mi vida en La La Land. Paseando bajo el sol con un chico así –Ryan Gosling me rindió-, bailando entre las estrellas, viendo como flotan esos vestidos maravillosos al ritmo de mis pasos.
Fui a ver La La Land con un grupo de amigas, y sólo a una le gustó tanto como a mí. A otra le horrorizó, algunas la encontraron mona aunque demasiado almibarada, y otra amiga aún no sabe qué opinar. Pero todas todas, 100%, salimos del cine enamoradas del maravilloso vestuario que Mary Zophres hizo para la película. Ese vestido amarillo ha entrado directo en mi lista de razones para convertirse en actriz. No sé si Emma Stone se lo habrá quedado, si yo fuera ella en mi armario los tendría todos a buen recaudo.
Fui también a ver La La Land con mi marido. Disfrutamos juntos la historia de amor, el romántico paseo por la ciudad de Los Ángeles -que nosotros hicimos en su momento- y la explosión de vitalidad que la película desprende.
Al acabar, mi marido se giró en su butaca y me dio un besazo de esos que no se olvidan; un beso de película. Qué más se puede pedir por unos cuantos euros.
Que vivan las fábricas de sueños. Que viva el cine.