Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza. (Paul Géraldy, poeta y dramaturgo)
Hay puertas, puertas que abro y cierro, de los muebles, de la alacena en mi propia cocina que me hacen viajar al pasado, a recuerdos lejanos que vagan en mi memoria, a veces en el olvido. Olores, aromas, sabores, incluso detalles como pueden ser ingredientes culinarios, objetos de mi madre que guardo como verdaderos tesoros, que me llevan a reconstruir escenas de mis momentos vividos junto a ella. Son como interruptores que activan fotogramas que mi mente grabó a fuego lento.
Ésas imágenes que cerrando los ojos veo nítidamente, que me llevan a mi casa, a la casa de mis padres; abro cada puerta, voy andando por aquellos suelos de terrazo que me vieron crecer, en los que me sentaba a jugar o correteaba junto con mi hermano.
En el mueble bar, ésa elegante vajilla blanca de filos dorados que se usaba solamente en ocasiones muy especiales, mientras en la cocina, los platos duralex, tan de moda por aquel entonces, desde los blancos, marrones y verdes eran con los que comíamos a diario. Colocados en reposa platos colgados en la pared de la pequeña cocina, alicatada de blanco, en los que mi madre había pegado adhesivos de frutas para darles un toque de color y alegría.
Escucho el canto de los canarios y el de aquella perdiz que nos alegraban los días, al compás de las canciones que de la radio, música de fondo de aquella casa de mi niñez; sonidos que me acompañaron al igual que el de la máquina de coser o el burbujear de los pucheros y potajes de las ollas sobre las hipnóticas llamas de la vieja hornilla. O el estruendo de las persianas enrolladas de madera que caían o se movían con la fuerza del viento.
Sillas y mesa de formica verde claro, colocados en la terraza que hacía prolongación de la pequeña cocina; abro el mueble de cocina, también de formica, con del mismo color y aún percibo los aromas de los cartuchos de arroz, garbanzos y lenteja, del aceite de oliva virgen extra y el olor del vino amontillado que desprendía las botellas que rellenaba mi padre de la garrafa que guardaba en el lavadero, donde colgaban del techo las ristras de ajo, las cebollas y los melones para que éstos maduraran, sobre la pila para lavar. Veo a mi madre frotando en ella, con su bata de estar por casa, con la barriga mojada, sus manos enrojecidas y mirándome como siempre con ésa mirada tierna, dulce y con su sonrisa eterna, descansada, con sus labios pintados de rojo que la hacían aún más preciosa.
Me veo cogiendo su barra de labios del romi de espejos, pintándome los labios a escondidas y sonriendo, intentando ver siempre su sonrisa en la mía.
Recuerdos de hace muchas décadas, que se hacen vivos en mi día a día, en mi memoria, con ésos detalles que hoy aún perduran en mi hogar, reliquias de quien fui y de quien soy. El tiempo se detiene, me hace dibujar el rostro, los rostros de aquellas personas que tanto significaron en mi vida y que hace mucho que no están. Y pienso: el recuerdo nunca muere.
Pero sí que se pueden olvidar, recetas, ingredientes e incluso el paso a paso de cómo cocinar uno de ésos platos que nos llevan a nuestra niñez, a las cocina de antaño. Es por ello que no dejo, no quiero dejar, de escribir, de publicar, de compartir platos que preparo en mi cocina, como ésta LUBINA EN SALSA MARINERA CON GAMBAS Y ALMEJAS.
¿CÓMO LA HICE?
INGREDIENTES PARA DOS PERSONAS:
Una lubina de unos 800 gramos (separados los lomos y reservando cabeza junto con las espinas. Éste paso lo pido a mi pescadero de confianza), 250 grmos. de gambas blancas, 250 grmos. de almejas, media cebolla pequeña (blanca, dulce tipo cebolleta), un tomate maduro, un diente de ajo, una rama de perejil, un vaso de vino blanco (usé un blanco fino amontillado), una cucharada sopera de harina, una cucharada sopera de pimentón (pimiento molido dulce), seis granos de pimienta negra, dos hojas de laurel, agua, aceite de oliva virgen extra y sal.
LOS PASOS A SEGUIR:
Introducir en un cuenco con agua salada las almejas, a fin de que suelten la posible arena que puedan traer en su interior.
Pelar las gambas, reservando por un lado la carne y por otra las cabezas y la piel.
Lavar el tomate y pasarlo por un rallador.
Pelar los ajos y la cebolla cortándolos en trozos pequeños. Majar los ajos en un mortero con una ramita de perejil.
En una cacerola echar un chorreón de aceite de oliva y cuando comience a humear, introducir la cabeza y la espina de la lubina junto con las cabezas y las pieles de las gambas, incorporando el tomate rallado y removiendo hasta que estén dorados. Agregar el vino blanco llevando a ebullición durante uno o dos minutos.
Añadir dos vasos grandes de agua, los granos de pimienta y las hojas de laurel dejando hervir con la cacerola tapada durante veinte minutos. Salar al gusto. Escurrir el caldo pasándolo por un colador y reservar caliente.
En una sartén echar un chorreón de aceite de oliva, a fuego medio pochar los trozos de cebolla y el majaillo de ajo y perejil, colocar los trozos de lomo con la piel hacia abajo, salar al gusto (con cuidado, teniendo en cuenta que el caldo igualmente estará sabroso) dejarlo unos minutos y darles la vuelta.
Incorporar las almejas y las gambas. Diluir la harina en un vaso de caldo añadiéndola sobre el pescado.
Echar sobre el pescado el resto de la salsa de forma que queden cubierto los lomos,
dejar hervir hasta conseguir la consistencia deseada, procurando lógicamente que no se pase los trozos de lubina (que no queden demasiado cocidos).
Apartar y servir caliente.