Lo miraba como algo insólito. Todo había sido extraño
Desde el mismo momento en que supo que estaba embarazada. Los nueve meses de gestación, los dolores físicos del parto, los dolores previos a poder quedarse embarazada, las pruebas, las decepciones, las interminables visitas médicas, todo
Todo lo vivió como si su vida hubiera estado en suspenso, a la espera, en un enorme paréntesis
La evidencia estaba ahí, que su vientre crecía y en él un ser, era evidente
Pero no quería sentir alegría, no quería sentirse eufórica, no quería expresar nada que pudiera romper ese final que tanto anhelaba. Tener a su hijo en brazos
Y en el mismo instante en que tuvo a su hijo en brazos le hizo una promesa
La que todas las madres les hacen a sus hijos: cuidaré de ti, siempre
A partir de ahí, cada minuto, le hacía una nueva promesa, una tras otra
Algunas de lo más absurdo, pero ella necesitaba hacérselas
Desde prometer que nunca más lloraría por un pañal mojado hasta que nunca nadie perturbaría sus sueños
No las expresaba con palabras, pero cada día que pasaba, las promesas se acumulaban en su cabeza
Si en el supermercado veía un niño con una rabieta de órdago, ella le prometía a su hijo que lo educaría para que nunca estuviera enfadado con el mundo, ella le educaría para saber elegir, le educaría para saber pedir por favor, para saber contentarse, para saber que no debía comer porquerías y así un largo etcétera
Desde el minuto uno, ella se encargó de su alimentación porque le prometió que sería un chico sano, bien alimentado, con comida hecha en casa, equilibrada y variada
Pasaban los meses y los años y ella seguía haciéndole promesas a su hijo
Sabía que la mejor manera de mantener sus promesas era transmitiendo a su hijo los mejores valores: respeto, bondad, compañerismo, educación, generosidad
Pasaban los años
Ya era difícil hacerle promesas, su vida ya no estaba en casa, estaba en la universidad, con amigos, compañeros
Un mundo que ella no podía controlar
Las horas que pasaba en casa eran pocas, las justas para descansar, comer y abrazarla
Ella se lo quedaba mirando para ver si sus promesas habían hecho efecto
¿Es feliz? Parece que si, siempre sonríe, tiene muchos amigos
¿Es formal? Parece que si. Estudia y trabaja. Piensa en su futuro. Tiene opinión propia. Es respetuoso con los demás. Sufre y se indigna con las injusticias. Bien
Todo eso lo sabía hablando con él, mirándolo, observándolo
Todas las promesas se fueron solventando con el paso del tiempo
Ahora solo recordaba la promesa más importante
La única que había expresado con palabras, la que no se quedó rondando por su cabeza sino que transformó en palabras para envolver a su hijo y protegerlo
La única que podía controlar: te querré siempre
Y cuando estaba en casa, le hacía los mejores platos que él probaría nunca
Él sabía que su madre nunca le fallaría en ninguna de esas dos promesas, nunca
INGREDIENTES
1 solomillo de cerdo de unos 400 g
1 cucharada de mantequilla sin sal
2 cucharadas de aceite
2 patatas
1 cebolla grande
1 manzana
2 cucharadas de coñac
125 ml de caldo de pollo (o 125 ml de agua + 1 pastilla de caldo de pollo)
Orégano
Pimienta
Sal
Agua
ELABORACIÓN
Hervir las patatas en agua con sal
Dejar enfriar, pelar y reservar chafadas
Cortar la cebolla en aros finos
Cortar el solomillo en trozos gordos
Salpimentar
Reservar
Pelar y descorazonar la manzana
Cortar en ocho gajos
Poner la mantequilla y el aceite en la cubeta
Menú Cocina
Dorar la manzana
Retirar y reservar
Pochar la cebolla 5 minutos
Cancelar Menú Cocina
Poner los gajos de manzana encima de la cebolla
Espolvorear con orégano
Colocar los trozos de lomo encima de la manzana
Añadir el coñac
Añadir el caldo
Menú Horno 15 minutos con válvula abierta
Pasados los 15 minutos, abrir tapa
Dar la vuelta a la carne
Menú Horno 10 minutos + Tapa Horno 10 minutos
Sobre una cama de puré de patata poner salsa y encima el lomo
Receta adaptada de la revista Love Cocina nº 49 pág.15