Salí del hospital como un autómata.
Apenas logré bajar los cuatro escalones de la entrada y me tuve que sentar en el primer banco que encontré, ni siquiera pude llegar al de la parada de autobús que estaba al otro lado de la calle.
Ese autobús que veía alejarse y que me llevaría a mi vida antes de la mala noticia.
Debería estar lloviendo, pero este día soleado no acompaña a las ganas que tengo de llorar, de dejarme llevar. Las malas noticias deberían estar prohibidas cuando brille el sol y si te dicen que tienes muchas posibilidades de morirte con cuarenta años, más aún.
No puedo pensar con claridad. Se me agolpan las ideas. Se me resisten en la mente las palabras del médico y creo que en algún momento, en la consulta, dejé de prestarle atención.
“Es grave. Tenemos que actuar ya”.
La memoria es selectiva, y la mía se ha quedado con lo más importante y con lo más aterrador.
En el momento en que pienso en mi mujer, en mi bebé; los ojos se me humedecen, oigo una vocecita.
Siento la palidez de mi rostro, las gotas de sudor formándose en la frente. El traje que escogí esta mañana está hecho para horas en mi despacho, con el aire acondicionado a la temperatura óptima, pero no para estar sentado en un banco, bajo el sol cayendo a plomo y a punto de derrumbarme, física y emocionalmente.
Decenas de personas corren de un lado para otro. El flujo de coches y autobuses es constante y aturrullaría a cualquiera que lo siguiera con la mirada.
En este momento me siento tan perdido y tan solo, que no reparo en una señora mayor sentada a mi lado, tan cerca de mí que en otras circunstancias le hubiera hecho saber de mi incomodidad torciendo el gesto y con un bufido de fastidio.
Me vuelve a hablar, me sonríe.
Sus primeras palabras no logran entrar en mi cerebro y no entiendo lo que me dice. Me estará preguntando por alguna calle o por algún autobús.
Al ver la cantidad de ropa que lleva encima, siento que la temperatura de mi cuerpo sube. Ya no solo siento el sudor en la frente, sino que lo noto caer desde la nuca y la camisa se me pega a la espalda.
Sigue sonriendo. Es una mujer muy mayor, con muchas arrugas. Tantas como las que yo no lograré tener nunca.
Con este pensamiento se me vuelve a nublar la vista.
La mujer sigue hablando y deja caer la mano en mi brazo. Ha debido intuir mi preocupación en el rostro.
La noticia de que tienes un cáncer testicular en fase III no es fácil de disimular. Te muda la cara y se te corta el cuerpo. Y a mí, aún no me ha dado tiempo a ensayar una cara de póquer que diga que estoy hecho un toro.
Habla pausadamente, sonríe con la boca y con los ojos.
Como si hubiera estado en la consulta conmigo, me habla de su familia y de enfermedad.
-Ángela.
La miro sin comprender
-Ángela, mi hija se llamaba así. Escogimos el nombre por mi suegra
De la enfermedad que se llevó a su única hija. La devastación que eso supuso para ella y su marido.
-Él nunca entendió que yo pudiera volver a sonreír. Nunca le volví a ver una sonrisa en la cara y cuando lo hacía, a continuación pedía perdón.
La miro. Me recuerda a mi madre. El mismo pelo blanco peinado de peluquería. Unos pequeños ojos azules me miran mientras me habla.
Me vuelvo a fijar en que debe de ser una mujer muy mayor, no tanto como mi madre.
Me habla de la enfermedad que acabó con la existencia de su compañero de vida.
-Pensé que eso acabaría conmigo. Que la vida dejaría de interesarme. ¡Pero hay tanto por lo que vivir! ¿Verdad?
Entonces me fijo en la alianza que aún lleva en la mano que apoya en mi brazo. Mi madre tampoco se quitó nunca su anillo de boda.
Siento el ruido que nos rodea, pero no lo oigo. Parece que estamos en una burbuja caliente y pegajosa, como en otra dimensión.
Como hijo único, nunca le di un solo disgusto. Niño aplicado y bueno, estudiante entre los mejores, una carrera brillante y de provecho, el mejor trabajo con el mejor sueldo, una esposa guapa y dedicada, un nieto sano y precioso. Y ahora esto, lo peor. Morirme antes que ella no entraba en sus planes ni en los míos. No se le dan bien las desgracias, le cuesta pasar página. Si de la muerte de mi padre ya han pasado diez, esto le hundirá definitivamente.
Una tras otra, enlaza historias tras historias. La historia de su vida.
Si alguien nos escuchara, pensaría que estamos tristes, pero no.
A pesar de sus tragedias, su manera de hablar y su sonrisa, han conseguido deshacer el nudo de mi estómago, el miedo se ha diluido, y yo también le sonrío.
Me dice que es feliz, que ha logrado seguir siendo feliz.
Cuando me dispongo a preguntarle cómo lo ha conseguido, para poder explicárselo a mi familia, por si ocurre lo peor, la anciana mira a lo lejos y me pregunta cuál es el autobús que viene.
La idea de que esta mujer me está dando un mensaje importante, una especie de lección de vida, se cruza por la mente. No sé qué mensaje puede ser. Uno que solo sabré entender yo, que solo tendrá trascendencia para mi. Ahora mismo no atino a comprender.
Recordar la muerte de mi padre, no me ha dolido esta vez. Mi madre habla constantemente de él, me resulta un fastidio, cambio sutilmente de tema por no hacerle más daño a ella. Otras veces, dejo que se desahogue, dejando mi mente en blanco.
Caigo en que estoy enfadado con mi padre por morirse. Como si él hubiera preferido morirse a quedarse conmigo, con mi madre, en este mundo.
¿Mi hijo crecerá enfadado si me muero?
¿Es esa la lección que debo aprender?
Giro la cabeza, veo que es el mío, mi autobús.
Cuando me vuelvo hacia ella, ya no está sentada a mi lado.
La veo cruzar la calle. Se aleja. No hago amago de salir tras ella. La pierdo de vista cuando llega a la otra acera.
Sigo sentado. Creo que ha sido real. Aún siento el leve peso de la mano en la brazo y una arruga en la manga del traje que lo atestiguan.
Mis pensamientos vuelven a estar ordenados. Ahora recuerdo perfectamente la conversación con el oncólogo, toda. En mi cabeza ya no suena tan dramático.
A lo lejos, vuelvo a ver aparecer mi autobús, ha debido pasar mucho tiempo.
Pocas cosas recuerdo de la mujer y de todo lo que me ha contado.
Solo recuerdo su sonrisa y el peso de su mano, su pelo blanco como el de mi madre sus ojos azules diminutos, su alianza y la cantidad de ropa que llevaban puesta en pleno agosto.
Corro en busca de mi autobús.
INGREDIENTES
Contramuslos de pollo deshuesados
3 patatas grandes
160 g de salsa de tomate casera
Media cebolla
2 dientes de ajo
50 g de aceite
1 cucharadita de orégano seco
1 pizca de comino en polvo
1 pastilla de caldo de pollo
1 hoja de laurel
Sal
Pimienta
Agua
ELABORACIÓN
Pelar las patatas
Cortarlas chascándolas en trozos grandes
Picar la cebolla bien pequeña
Picar los ajos bien pequeños
En la cubeta colocar el pollo y el resto de los ingredientes
Añadir agua hasta que cubra las patatas
Menú Cocina 20
Dejar despresurizar sola
Para engordar el guiso, coger patata y un poco de caldo
Chafar la patata con un tenedor y volver a añadir al guiso
Remover
Rectificar de sal si fuera necesario
Receta adaptada de Mi cocina de revista