El sol fuerte, el calor, la piscina, la playa. Las sandalias. Todo el mundo morenito, así de guapo. Las cervezas en la calle, el dolce non far niente. Adoro el verano, me carga las pilas, me hace sentir viva. No puedo vivir sin él.
Cuando los telediarios de septiembre hablan de síndrome postvacacional los ojos se me inundan de lágrimas. Sé lo que estás pasando, amigo. La mera perspectiva de los días haciéndose cada vez más cortos y fríos –en Polonia ni te cuento-, el largo horizonte de rutinas de trabajos y escuelas. Pensar que me quedan once meses hasta que vuelva a llenarme los ojos con esta luz sobre el Mediterráneo.
Cuando era una niña ya me sentía así. Volviendo a casa después de unas maravillosas vacaciones íbamos todos en el coche; yo junto a mi hermana, llorando las dos a moco tendido. Al cabo de unos días ella ya estaba bien, forrando sus libros nuevos, preparando su carpeta con fotos de los Hombres G. Yo no quería ni oler los libros, no entendía las sonrisas de mis compañeras el primer día; yo sencillamente quería vivir en verano para siempre.
Así que durante las próximas semanas pienso recluirme, alejada del mundo, y entregarme sólo a mi terapia. A lo único que puede hacerme superar el fin del verano; darme la energía que necesito para enfrentarme a las lluvias del otoño y las nieves del invierno. Poner toda mi pasión en lo único que va a curar mi herida de estío.
Gracias, galletas, por venir al rescate. Qué haría yo sin vosotras.